Por: Ernesto Funesto Mondragón.
Félix Serdán Nájera. (1917-2015)
In memoriam.
Valiente jaramillista.
Último zapatista de los de antes.
Mayor Honorario del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
96 años después del asesinato del General en Jefe del Ejército Libertador del Sur (ELS), Emiliano Zapata Salazar, surge una interesante pregunta que muy pocos se atreven a formular, y muchos menos aún, a intentar contestarla: ¿Realmente Zapata sigue vivo? Es decir, ¿cuál es la vigencia del zapatismo en la era del Wi-Fi y la posmodernidad, si es que todavía tiene una razón de ser?
En primer lugar habría que preguntarse ¿a cuál zapatismo nos referimos? Porque es notorio que hay muchos zapatismos: de arriba y de abajo, legales y clandestinos, oficiales y no oficiales, bien portados y políticamente incorrectos, ortodoxos y heterodoxos, canónicos y apócrifos, fuertes o descafeinados; académicos y de a pie, mexicanos, extranjeros y hasta intergalácticos. Es decir, existen tantos zapatismos como personas que reivindiquen la figura de Zapata o las conquistas que lograron las mujeres y hombres a sus órdenes.
Visto de dicho modo, este tecleador considera que sería más justo reivindicar una causa y no una figura per se, pues parafraseando al poeta alemán Berltolt Brecht, en su poema Preguntas de un obrero que lee, uno bien podría preguntarse: “El joven Emiliano triunfó en Morelos ¿Él solo?”. Es decir, la Historia la hacen las colectividades, no los próceres por sí mismos. Visto de esta manera, la mejor forma de reivindicar una causa es contextualizándola históricamente para poder destacar sus logros y sus errores, y así, extrapolando su experiencia, poder continuar su camino de la mejor manera posible en nuestro tiempo.
Lecciones del zapatismo
En este sentido, la lucha del ELS fue fundamental, arquetípica y denodada dentro del proceso histórico conocido como Revolución Mexicana. Fundamental porque junto con la División del Norte (DN) puso en jaque el proyecto de continuidad porfiriana que representó el carrancismo. Un arquetipo porque por vez primera, una lucha armada de corte campesino enarboló principios de justicia social como principal bandera de lucha (más allá del intento de “La Social” encabezada por Plotino Rhodakanaty y Julio Chávez López, en los años 70 del siglo XIX, y de los esfuerzos organizativos del Partido Liberal Mexicano, recién iniciado el siglo XX), y no las típicas asonadas y cuartelazos caudillistas que caracterizaron el siglo XIX mexicano.
Y denodada porque esos indios surianos, analfabetas y desnutridos lograron fulminar a las guardias blancas de los hacendados latifundistas de Puebla y Morelos; se despacharon al tristemente célebre Cuerpo de Policía Rural y a los pelones del Ejército Porfirista; y, finalmente, derrotaron a las tropas huertistas en Morelos, Puebla, Estado de México, Hidalgo y Guerrero, con todo y los exterminios y deportaciones masivas que deshabitaron pueblos y comunidades enteras.
Si bien es cierto que el proyecto que enarboló el ELS sucumbió (junto con sus aliados villistas) ante el genio militar de Obregón y la marruyería política de Carranza (el llamado “constitucionalismo”), una de sus principales características fue su renuencia a la toma del poder por el poder. Es de hacer notar que, en el marco del centenario de la Toma de la Ciudad de México por parte del ELS y la DN, fueron los integrantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, los más humildes de todo el espectro zapatista, los únicos que remarcaron el gesto despreciativo del hijo predilecto de Anenecuilco de no sentarse en la silla presidencial. Un hecho tan simple de ejecutar como simbólicamente complejo y cargado de dignidad política. Toda una declaración de principios que cien años después muy pocos están dispuestos a emular.
El zapatismo puede enseñarnos mucho todavía: a no esperar que un gobierno todopoderoso nos resuelva los problemas, es decir, a resolver los problemas nosotros mismos sin pedir permiso a nadie; a que, ante las agresiones de los poderosos, son justos y necesarios el principio de la defensa propia y el derecho de rebelión; que para transformar el mundo que nos rodea la vía no es mediante una boleta electoral sino con el fusil en una mano -para defenderse- y el machete en la otra -para construir; que los poderosos no son dignos de confianza, pues siempre utilizan a los indios y campesinos, a la clase explotada, como carne de cañón, y la traición de Madero al ELS, lo ejemplifica a cabalidad; que la tierra, el agua, los montes, los bosques (recursos naturales), son de todos y por eso entre todos debemos protegerlos.
Lecciones muy válidas y bien necesarias de aplicar en las actuales circunstancias.
Pero también su derrota nos enseña cosas más necesarias de tomar en cuenta: para que una lucha sea exitosa no debe aislarse, debe hermanarse con otras y extenderse, no ser simplemente un oásis en medio del desierto; que las bases se deben preparar políticamente para que no pueda ser descabezado el movimiento con la eliminación de la dirigencia; que la burguesía, los poderosos, es decir, la clase dominante, no perdona: siempre intentará vengarse de lo que consideren una “afrenta” y lo harán derramando nuestra sangre -de ahí la necesidad histórica de evidenciar el genocidio realizado por maderistas, huertistas y carrancistas en los territorios dominados por el ELS, y que la historia oficial oculta tan bien.
Para rendir homenaje a nuestros héroes debemos ser críticos de nuestra conducta. En este caso, deberíamos preguntarnos: ¿qué tanto hemos defendido las conquistas logradas por nuestros abuelos zapatistas? Hoy, muchos analistas se llenan la boca, hablando con grandilocuencia, de que las condiciones sociales del México del Siglo XXI son muy similares a las descritas por John Kenneth Turner en México Bárbaro, (como botón de muestra, las condiciones de semiesclavitud de los trabajadores agrícolas del Valle de San Quintín, Baja California). ¿No es un tanto humillante ver que la actual correlación de fuerzas, en varios aspectos de la vida, tanto política como cotidiana, nos ha hecho creer que el tiempo no ha pasado, que seguimos viviendo en la época porfiriana? Un zapatista humilde tendría que reconocer: “te hemos fallado, mi General. No hemos sabido defender tu legado.”
Y después de la autocrítica, la acción
Hoy se reabren muchos frentes de batalla. Hoy se agudizan muchas luchas que se venían anunciando tiempo atrás. Las luchas contra la minería a cielo abierto, contra los megaproyectos, en defensa de la tierra, el territorio y los bienes comunes están llegando a niveles de peligrosa tensión, lo que implica agresiones de muerte, por parte del estado mexicano y de empresarios nacionales y extranjeros, contra los individuos organizados de innumerables comunidades. Ante tal perspectiva es momento de valorar si es urgente defender lo que el ELS defendió, como el ELS lo defendió.
Hoy, cuando nuestra Patria sigue sangrando la ausencia de 43 normalistas y de decenas de miles de personas más; cuando la violencia del estado y del crimen organizado descuartiza, aterra y desangra nuestro país; cuando el coste de la vida aumenta geométricamente, mientras los salarios sólo lo hacen aritméticamente; cuando la corrupción es la moral imperante; cuando la educación (desde el nivel básico hasta el posgrado) es un negocio y no un derecho; cuando nuestros maíces, nuestros frijoles, nuestros nopales, nuestros algodones, cuando nuestros cultivos originarios son violentados y amenazados por Monsanto y compañía; cuando hasta el agua, es decir, la esencia de la vida misma, está siendo privatizada; cuando todo esto pasa, la dignidad y la rebeldía de Zapata y de los zapatistas es más loable que nunca. Pero no sólo eso: es necesario imitarlos.
En esta posmodernidad de incontables innovaciones tecnológicas; de apps y trending topics; de selfies y de informaciones, tan extensas como efímeras, la lección zapatista de la defensa de la Tierra es extremadamente pertinente: todavía no se ha inventado un método para alimentarse de megabytes, de likes, ni de redes 4G. La tierra sigue siendo elemento clave para el mantenimiento y la reproducción de la raza humana. Por lo tanto su defensa y conservación se traducen como la defensa y conservación de la humanidad misma.
El semblante del “Atila del Sur” sigue vivo y presente en el México actual. No obstante, el zapatismo (entendido como su legado histórico) está agonizando. No porque no tenga motivos para resurgir, para ondear su bandera y gritar su rebeldía a los cuatro vientos. Está debilitado porque muchos de los individuos que se asumen como zapatistas no actúan plenamente como tales. Lo traicionan día con día, acto tras acto. Sin embargo, aún quedan algunas personas que sin tener un profundo conocimiento teórico de la historia, actúan como verdaderos zapatistas: casi todos pequeños, morenos, indios, campesinos, pobres. Los mismos humillados de la Historia son los que vuelven a alzar la cabeza y a retomar la lucha que sus bisabuelos y tatarabuelos comenzaron hace más de un siglo.
Por ejemplo, en el hasta hace poco desconocido Valle de San Quintín, los jornaleros dijeron: “Quisimos mostrarnos y mostrar nuestra fuerza”, al hablar de las manifestaciones ocurridas el 20 de marzo en la carretera trasnpeninsular de Baja California. Así hablaban los zapatistas de antes. Así deben de hablar, comportarse y demostrarlo, los zapatistas de hoy y del mañana.
Si los que nos asumimos como zapatistas queremos homenajear, reivindicar y proseguir la gesta de Zapata, debemos hacerlo, no tranzando con los herederos de sus asesinos, cambiando la dignidad por una curul, por un hueso, sino retomando el grito de guerra de sus grandes aliados teóricos (los llamados “magonistas”); ese lema surgido en la Rusia zarista y que ahora, en América Latina, está sólidamente ligado a la figura de Zapata y a las luchas “campesindias”; ese lema que el pueblo y la historia hicieron grito, consigna, leyenda, declaración política, forma de vida: ¡Viva Tierra y Libertad!
Si es cierto que Zapata sigue vivo, que sea más que cierto que la lucha sigue.