Por Dalid.
Esa noche, sentada en el suelo, mirando a Joan Manuel Serrat tocar su guitarra y cantarle a Badalona lo mismo que a Machado, fue alucinante. También le cantábamos a Fidel y al Che, al querido Ho Chi Ming y a todo pulmón coreábamos a Violeta Parra y a Víctor Jara. Leíamos a Neruda y a Leopoldo Ayala en nuestras veladas, la música y la poesía eran nuestros mejores medios de comunicación.
Puede sonar muy pretencioso decir que compartí el escenario, pero realmente lo hice, cantando coros insignificantes, pero logrando algo que me encantaba y lo consideraba muy valioso e importante para mí en ese momento. Así que, en los eventos en los que compartíamos el escenario con Los Nakos o los Folkloristas, así como con Judith Reyes y Quiahuitzin, siempre estábamos alertas, no faltaban los infiltrados, los que vestidos de civil mandaba el gobierno a tomar fotos y grabar lo que se decía entre canción y canción, era la denuncia permanente y la única forma en que podíamos hacerla llegar a la gente: yendo a las escuelas.
Los mítines relámpago del 68 habían quedado atrás por peligrosos, entonces podíamos llegar a un mercado, a una plaza pública, a cualquier calle, ahora no. Teníamos que cuidarnos de “los agentes”, esos tipos espantosos, atemorizantes, siempre con traje gris y autos con una antenita. Así los identificábamos, y nos cuidábamos porque ellos eran los responsables de las desapariciones de muchos compañeros, de sus familias y hasta de sus amigos. Cuando estos seres oscuros se llevaban a alguien, no era nada bueno para nadie. A veces regresaba, pero no podía volver a acercar a nosotros, no volvía a hablar con nadie. Cuando no regresaba, ya sabíamos de antemano que, si no lo habían llevado a los “separos” camino a Lecumberri, tal vez estaría en el Campo Militar No. 1, pero de allí nadie salió vivo jamás.
Sin embargo, el discurso de Echeverría nos animó a volver a salir, pues insistía en su apertura democrática y su diálogo; extendiendo su mano al socialismo y recibiendo al Dr. Allende. Hacía bien su farsa, y nosotros, jovencitos ilusos, creímos, con algunas reservas como era de esperarse, en la mierda de Luis Echeverría.
Pasábamos horas interminables en asambleas, en ocasiones representando a nuestras respectivas escuelas o solamente como alumnos participantes, para saber cuáles eran los siguientes pasos a seguir del Movimiento o para estar informados de cualquier cosa que hubiera sucedido a los compañeros. Allí también decidíamos qué hacer, cuál sería el siguiente paso a dar. Nos integrábamos a comisiones para preparar la siguiente marcha, porque hacía mucho que no tomábamos la calle. Yo me uní a la de las mantas, las que hacíamos completamente a mano. Pero antes íbamos a “botear” a los trolebuses, es decir, con un bote cualquiera pedíamos dinero a los pasajeros de los troles, casi siempre salíamos de tres en tres. Antes hablábamos con el conductor y en acuerdo previo, uno se plantaba a echar un breve discurso, otro pasaba con el bote y otro más vigilaba que nadie nos atacara. Creo que nunca sucedió, por lo menos a mi nunca me pasó, sólo a veces alguien nos hacía mala cara, o simplemente no nos daba ni un quinto, pero jamás un ataque y por el contrario, no faltaba la señora que nos dijera que nos cuidáramos, que no nos fueran a hacer algo.
Una vez calculada la cantidad conveniente para comprar la manta o la pintura, y a veces hasta las brochas, nos dirigíamos a hacer las compras y en más de una ocasión, nos alcanzó para unas tortas, unos refrescos y unos cigarros. Los activistas también comen y fuman, era nuestra disculpa para no sentirnos culpables de usar ese dinero del movimiento en nuestro provecho.
Armados con suficiente material nos instalábamos en los patios de las escuelas o en auditorios y bodegas, trabajábamos hasta la madrugada, tirados en el suelo embarrados hasta los dientes de pintura, mal comidos, mojados, cansados, pero muy satisfechos de haber hecho algo por, el país, por la gente.
Al chico de los ojos verdes le había tocado estar en el mimeógrafo, una especie de imprenta en la que se hacían los volantes para convocar a los mítines, las asambleas, las tocadas y sobre todo a la marcha, que finalmente, después de mucho discutirlo entre los representantes de cada una de las escuelas del Poli y de la UNAM, y también de muchas particulares que se habían integrado al movimiento, se decidió que sería el 10 de junio “Jueves de Corpus de 1971”.
La ruta de la marcha sería del Casco de Santo Tomás al Zócalo, luego se cambió el rumbo y se decidió que sólo llegaríamos a Gobernación, pues no sabíamos si era conveniente tomar otra vez la Plaza de la Constitución. De cualquier manera siempre habría posibilidad de llegar al centro de la ciudad una vez encaminados por Puente de Alvarado.
Se habían previsto los oradores para el mitin con el que iba a culminar la marcha, quienes darían la información de lo que estaba sucediendo en las universidades de Nuevo León y Sinaloa, en las cuales se extendía la represión del gobierno. También íbamos a denunciar la nefasta Reforma Educativa que impuso Luis Echeverría y de cómo nosotros, los estudiantes de la carrera normalista, vimos un retroceso en la educación del país, por lo menos en un salto hacia atrás de 40 años: la desaparición de materias de los programas educativos y el enorme intento de control absoluto sobre el magisterio, que llegaría a encubrir a Elba Esther a partir de sus alianzas y sometimiento a los presidentes en turno.
Se acordó que la descubierta saldría de la Escuela de Ciencias Biológicas en el Casco de Santo Tomás a las 4 de la tarde y se irían integrando los contingentes al entrar a la Avenida de los Maestros, para llegar a la Calzada México Tacuba y enfilar a la izquierda hacia San Cosme. Allí se sumarían los de la Escuela Superior de Maestros y de la Nacional de Música.
La noche anterior estuvimos en el sótano del auditorio de la Facultad de Derecho de la UNAM detallando algunas de las mantas para los participantes y terminando de imprimir volantes. Ese miércoles nos despedimos Josué y yo quedando en que nos veríamos al día siguiente para estar en la manifestación. Acordamos encontrarnos como lo hacíamos casi todos los días, en el Cadete, la cafetería que estaba frente a la entrada de la Normal y que además de una tortas maravillosas de tocino con aguacate con las que te chupabas los dedos, tenía una rockola en la que por 20 centavos se podían oír tres canciones, que invariablemente eran “Río Amarillo” de Christie, “A dónde va nuestro amor” de las Supremas y “Yo comencé la broma” de los Bee Gee’s. También el café era sabroso y te servían un tarro de casi medio litro, que a veces duraba toda la tarde. Quedamos en vernos a las 4 de la tarde para esperar a que pasara el contingente de la Normal y nos integraríamos a la marcha hasta llegar al Zócalo, después hicimos planes para ir a la cantina El Río Duero, en la calle de Moneda, a media cuadra del Palacio.
Aquel 10 de junio, cuando salí de mi casa me sentí rara, lo achaqué a que hacía algo de frío y yo no llevaba suéter, sólo cargué con mi inseparable morral hippie, un libro que debía entregar por la noche y mis cigarros.
Como todos los días abordé el metro en la estación Nativitas y me acomodé a ver entrar a cada persona que abordaba el vagón. Pensé en un sueño extraño que había tenido la noche anterior, en donde recordaba que me había cortado un pie y veía sangre. No pude relacionarlo con nada y me puse a ver la lluvia que caía , escurriendo por los cristales de las ventanas. Un poco antes de llegar a la estación Normal, el audio del vagón anunció que estaba cerrada, que se detendría hasta la parada siguiente: Colegio Militar. Lo primero que pensé fue que me iba a empapar si estaba lloviendo como en Tlalpan, pero en seguida hice mi mapa para ingresar a la escuela por una de las puertas traseras y por dónde cruzar para salir al otro lado y llegar a la cafetería, en donde con seguridad Josué ya estaría preparado para marchar.
Al salir a la calle vi hacia el Colegio Militar, al otro lado de la Calzada México Tacuba, y en realidad no me sorprendió gran cosa que estuviera rodeado de camiones verdes del ejército, camiones de la policía y otros grises como los de los basureros. Incluso había algunas tanquetas y mucho movimiento dentro del colegio. Pensé que tendrían una celebración o tal vez una ceremonia especial antes del baile de los jueves. Pero en realidad no me importó mucho. Mientras caminaba hacia la puerta de acceso al Gimnasio por la Calzada México Tacuba, todo era bastante normal, tal vez algunas madres más que de costumbre, de las que iban por los niños a la Primaria Anexa a la Normal, era posible que salieran temprano debido a la marcha.
Al entrar a la escuela me encontré a Enrique Barajas, compañero de Josué y de inmediato le pregunté por él, no lo he visto, fue su respuesta y seguí mi camino hacia el lado opuesto del triángulo que forma el terreno de la Normal. Como siempre me entretuve un poco hablando con amigas y buscando con la mirada a los conocidos entre la gran cantidad de alumnos que se empezaban a reunir dentro del plantel. Cuando salí a la Avenida de los Maestros vi a Josué parado en la puerta de la cafetería junto con dos o tres de sus amigos, me dí prisa en llegar hasta donde estaba, pues a lo lejos ya se veía venir la descubierta de la manifestación. Nos saludamos con un beso como siempre y nos echamos a caminar hacia la columna. Unas, dos calles más adelante nos detuvimos para integrarnos y caminar ya dentro de los contingentes, fueron cinco, tal vez diez minutos, no más, a paso lento, gritando consignas, buscando a los camaradas con la mirada.
De pronto empezaron los gritos, la sorpresa, algunos nos quedamos paralizados preguntándonos qué pasaba. Escuchamos disparos, gritos de ¡córranle, están armados! A unos 30 metros de donde estábamos había una reja, puesta allí a lo estúpido, pues no se abría, Josué me jaló de la mano y me dijo que corriera hacia allá, nadie sabía qué hacer. Llegamos a la reja y él pudo escalar y saltar sin problema, su condición de deportista le ayudó, yo como pude me subí y él me facilitó bajar al otro lado; éramos muchos haciendo lo mismo, pensábamos que estar dentro de la escuela sería lo más seguro. Afuera continuaban los gritos y los disparos, se empezaron a escuchar también sirenas y golpes. Nos quedamos tirados, no se si fueron segundos o minutos, y de pronto alguien dijo: ¡Hay que ir a la Torre, allá es más seguro!
Nos levantamos y nos echamos a correr agarrados de la mano, teníamos que ir en diagonal a través del estacionamiento para poder protegernos en la Torre o en los salones. Se seguían oyendo ráfagas y gritos, respiraciones expectantes y miedo. En un momento de silencio aceleramos la carrera y antes de terminar de cruzar una espacie de calle que divide la escuela, sentí que Josué me daba un tirón especialmente fuerte de la mano y en la inestabilidad de la carrera, nos soltamos y yo me fui de cara hacia el pavimento, al mismo tiempo se oyeron más disparos, más cerca, cada vez más cerca. Intenté levantarme y alguien me ayudó. Todo mundo pasaba corriendo alrededor. Al ver tirado a Josué a cuatro o cinco metros delante de donde yo estaba, me lancé medio arrastrándome a tratar de ayudarle a levantarse, cuando llegué a su lado no se movía, la camisa verde olivo que traía se había vuelo roja en la espalda y cuando pude voltearlo, vi en su pecho un orificio, pequeño, como de un centímetro justo en el corazón, en la playera de basquetbol que llevaba bajo la camisa verde olivo.
Busqué la mirada de sus ojos verdes y supe que ya no estaría nunca más allí.