Por Dalid.
Yo no sabía cómo se veía alguien que estaba muerto, pero en ese momento lo descubrí, fue como un instinto animalesco, como una sensación en el estómago de algo que no digieres o un golpe en la conciencia que te hace reaccionar sin pensarlo. Eso fue lo que sentí en esos momentos, hincada, sosteniendo su cabeza contra mi pecho y seguramente con un grito de dolor ahogado por el miedo.
Entre los compañeros que pasaron corriendo para protegerse de las balas, se detuvieron tres o cuatro y como pudimos lo cargamos hasta la enfermería de la escuela, al mismo tiempo se agolpaban en las puertas los heridos, los golpeados y otros muertos arrastrados por otros compañeros. Una de las enfermeras me cerró el paso mientras entre dos lo colocaban en una camilla. Me dio con la puerta en la cara al tiempo que decía: sólo heridos, nadie más. Me quedé parada a un lado de la vidriera, intentando saber que pasaba adentro. No tengo idea de cuánto tiempo estuve allí, mientras sentía la soledad y el frío como nunca, estaba lloviendo pero era lo que menos importaba. De pronto sentí una mano en mi hombro, ¡era Jorge! Me abracé a él y le dije: Mataron a Josué. En su cara de quince años vi la incredulidad, el terror, la furia. Pero sus palabras intentaban cancelar la realidad. –Estás loca, debe estar herido. ¿Está adentro? Preguntó señalando la enfermería. Por toda respuesta asentí con la cabeza, al mismo tiempo que llegaba a toda velocidad una ambulancia de la Cruz Verde. Los camilleros se abrieron paso a empujones entre los que estábamos allí y casi de inmediato volvieron a salir con alguien en la camilla para subirlo a la sucia y mal trecha camioneta. A codazos y jalones logré llegar a la puerta de la ambulancia y vi que era Josué a quien se llevaban, me aferré a uno de los camilleros para intentar subirme junto con ellos pero con una fuerza brutal me lanzó hacia atrás al tiempo que me gritaba en la cara:- Está muerto, muchacha, no puedes subir. Alguien preguntó a dónde lo llevaban y nadie contestó. Fue la primera ambulancia que salió esa tarde de la Normal.
En ese momento ya estaban con Jorge y conmigo, su hermano Sergio y Enrique, “el Chaparro”. Los cuatro abrazados nos quedamos en silencio, parados y sin poder hablar. No eran momentos para pensar en algo, sólo en que teníamos que salir de allí de alguna manera, antes de que nos alcanzaran las balas. Jorge y Sergio estaban buscando a sus hermanitas, que deben haber tenido como 8 y 9 años, para sacarlas de la primaria y llevarlas a su casa. Me hicieron prometerles que no me separaría de Enrique mientras regresaban, lo que no creí. Seguían sonando disparos, a cada ráfaga intentábamos ubicarla, si era en la colonia Anáhuac, o por Instituto Técnico, o por el Casco. Cada vez sonaban más distantes pero no cesaban.
Los dos hermanos se fueron y El Chaparro y yo nos quedamos viéndonos a los ojos sin mediar palabra, esperando que el otro tomara la iniciativa, pero a los diecisiete años no es sencillo pensar a mitad de una situación de peligro como esa. Por fin me dijo –Vámonos a la Torre. Ojalá no lo hubiéramos siquiera pensado. Lo que no nos imaginábamos era que el Director de la Normal, Napoleón Villanueva, pobre asalariado corrupto, había permitido el acceso a los asesinos a las azoteas de los salones y la entrada estaba justo en la parte baja de la Torre. Cuando el Chaparro y yo, y muchos otros llegamos a tratar de refugiarnos allí, los sucios sicarios bajaban para salir de la escuela y a su paso golpeaban y disparaban a los que estábamos intentando escondernos. Otra vez la huida, el miedo y la sangre congelada, sintiendo el sonido de los disparos en todo el cuerpo. Enrique y yo nos perdimos en esa carrera, yo me fui a la primaria y subí dos o tres escaleras, no había nadie en los pasillos, los niños y muchas de las madres y las maestras estaban en el patio, tratando de cerrar el acceso a los de afuera, abrí una puerta y era un baño, me metí y a los pocos segundos recordé que el dos de octubre mataron a muchos en los baños de los departamentos en los que estaban escondidos, y salí despavorida nuevamente a los corredores de la primaria, allí escuché a las mamás gritando por sus hijos, a las maestras abrazándolos y algunos días después supimos que varios de estos niñitos habían muerto cuando estos asesinos entraron hasta allá y dispararon a diestra y siniestra.
Para esa hora, casi las 8 de la noche, se había hecho el silencio. Caminé como un fantasma tratando de no hacer ruido, buscando un refugio y entré a uno de los talleres de material didáctico. Sentados en el suelo, callados, mirándose unos a otros estaban muchos compañeros, con las caras angustiadas y los ojos incrédulos. La mayoría de ellos ni siquiera estaban en la marcha, solamente habían ido a clases.
Me senté en el suelo, en un rincón. Una maestra me dio una gasa empapada en vinagre, no sabía que eso te protegía de los gases que estaban lanzando afuera y que yo nunca noté. Me preguntó con voz angustiada si estaba herida y dije que no, pero hasta ese momento me dí cuenta que la blusa color verde limón que llevaba ese día, tenía una gran mancha en el pecho de la sangre de Josué. Esa imagen me volvió a pegar, entonces me sentí otra vez obligada a salir, a ir a su casa. Tenía que decirle a su familia lo que había pasado, no sabía cómo iba a lograrlo, pero tenía que llegar con su papá.
Cuando salí del taller me topé con Jorge, Sergio y el Chaparro, que ya se habían vuelto a reunir y estaban buscándome. La ventaja de Jorge, de ser como un ratón que recorría la Normal y conocía hasta el último rincón fue lo que nos salvó en esos momentos. Nos llevó entre los corredores hasta las canchas de futbol, de allí a una de las bardas en la que había una pequeña puerta que apenas se notaba. Nos quedamos agazapados un buen rato, con los oídos alertas, hasta que dejaron de escucharse disparos. Después salimos uno por uno y cruzamos la Calzada para perdernos por las oscuras calles de Santa Julia. Caminamos mucho tiempo con Jorge como guía, por callejones en ratos, por avenidas en otros momentos. Por fin llegamos al metro Tacuba y tratando de aparentar calma nos dirigimos a mi casa, cerca del Metro Nativitas.
Según nosotros nadie nos notaba, pero era imposible no fijarse en cuatro jovencitos sucios, oliendo a pólvora y a sangre, respirando miedo y confusión. Algunos de los pocos pasajeros que había a esa hora, nos miraban con extrañeza. Cuando llegamos a mi casa fue mi mamá quien abrió la puerta, y casi se desmaya al vernos. Mientras ella intentaba confesar a los muchachos yo fui a cambiarme de ropa y a lavarme la cara para volver a salir. A pesar de sus ruegos y sus amenazas me fui junto con los otros tres a la casa de Josué. Esos momentos los tengo absolutamente borrados de la memoria, no sé cómo llegamos a esa hora hasta la colonia Huichapan, cerca de Atzcapotzalco. Yo había estado varias veces con Josué en su casa, por eso sabía como llegar, pero los demás no. Su papá me conocía bien pues hacía poco tiempo que había ido con Josué a felicitarlo por su cumpleaños, sus hermanas y uno de sus hermanos se habían hecho mis amigos. Pero eso hacía más difícil para mi llegar a darles la noticia.
Llegamos los cuatro en silencio, preguntamos por el señor Felipe Moreno a la persona que abrió la puerta y nos pasó a una sala, allí apareció el padre, nos miró en silencio y yo me atreví a decirle, con todo el dolor en mi corazón que habían matado a su hijo. Se quedó en silencio, mirando al suelo, inmóvil. Después de un rato, dijo casi a fuerza –Se lo dije, le dije que no fuera.
Al poco tiempo entraron a la sala los tíos, los hermanos y uno de sus primos que yo no conocía. Nos dijo que era médico y que iría con nosotros a buscarlo. No sé si él, o alguien más decidió que fuéramos primero al Rubén Leñero, pues era casi lógico que las ambulancias se dirigieran allá, por la cercanía de la escuela. Y fue el primer sitio dantesco por ver esa noche, después de la masacre. Los halcones, y creo que fue la primera vez que escuchamos ese nombre, habían perseguido a los heridos hasta el hospital y los habían balaceado dentro de las salas, algunos se salvaron escondidos en la maternidad.
Por supuesto el cadáver de Josué no estaba allí, alguien nos mandó a la Cruz Roja de Polanco, a la Cruz Verde de la San Rafael, a la Delegación de Violeta, al Forense, otra vez al Rubén Leñero. Nos pasamos así dos días, de un lugar a otro. Nada, no estaba en ningún lado. Después de mucho tiempo me di cuenta de que el hecho de que cada vez que íbamos al Forense a preguntar si estaba ya allí, nos pasaran a ver a todos los cadáveres a ver si lo identificábamos, era una sucia maniobra de las autoridades, un placer morboso de ver nuestras caras asustadas y llenas de angustia, recorriendo las sucias salas y tratando de no mirar la obra de los asesinos, pero llenándonos de ira y de impotencia ante la sonrisa socarrona de los vigilantes en turno, cada vez que veíamos el cadáver de uno más de los muertos de la Normal. Niños, niñas, ancianos, jóvenes, mujeres. La gran mayoría con certificados médicos que llevaban inscrita la causa de muerte: pulmonía, infarto, cirrosis. El descaro y la burla ante la muerte no tenían madre. Los muertos de los que nosotros teníamos registro fueron 126. La cifra oficial fueron 6.
Para el domingo 13 de junio, ya estaban varios compañeros apoyándonos en diferentes lugares para saber si llegaba Josué a algún lado, y entre ellos, dos de sus amigos nos buscaron para decirnos que uno de sus hermanos conocía a un diputado que tal vez nos podría ayudar a localizarlo. Nunca supimos quien era, ni como se llamaba, pero a través de estos compañeros nos avisó que esperáramos en el Forense, que en cualquier momento nos lo entregarían allí. Supimos que lo habían llevado al Campo Militar No. 1 y que posiblemente lo iban a incinerar, como hacían con muchos de los que se desaparecían, pero que gracias a la intervención de este diputado, lo iban a entregar a la familia.
Fue hasta el lunes en la mañana, muy temprano cuando, después de habernos pasado la noche parados afuera del Semefo, llegó una camioneta blanca, sin ningún letrero y se estacionó por la parte de atrás del edificio maloliente, a donde a fuerza de estar allí, sabíamos que debían llegar los muertos. Espiando a través de una reja, vimos como se abrieron de par en par las puertas traseras de ese vehículo y como, unos encima de otro, llegaban los cadáveres desnudos; entre ellos el de Josué. En cuanto vimos esto, nos fuimos a buscar a su papá y a su primo, el médico, para que entraran a solicitar que se los entregaran. Una vez hechos los trámites, nos dijeron que pasáramos a identificarlo, estaba en el piso, sobre una especie de charola de metal, desnudo y con la cara medio ladeada hacia la derecha. Sin pensar en ese momento que no era posible moverlo, me agaché y traté de mover su cabeza para enderezarla. Fue imposible, pero si sentí algo extraño en la sien derecha, era el tiro de gracia. Me dejó sin aliento darme cuenta una vez más que estábamos en manos de un gobierno de enfermos mentales, de pervertidos, de infames. Pero también encontré, tal vez intentando pensarlo como una salvación para mí, que el miedo que le tienen a la verdad les hacía darle el tiro de gracia hasta a los muertos.