Por Ernesto Funesto Mondragón
Todo comenzó hace un año. O quizá un poco antes. A pesar de que mi memoria sigue siendo muy buena, no puedo recordar enteramente cómo era mi vida antes de Ayotzinapa. Es decir, recuerdo que yo existía, recuerdo que luchaba, pero no recuerdo con claridad otras muchas otras cosas. En aquellos días mi vida era como cualquier otra: rutinaria, predecible, mía.
El día que cambió nuestras vidas
Desde que recuerdo siempre he luchado debido a que la lucha social es una tradición en mi familia, en mi pueblo. Quizá por eso no nos resultó extraño alzar el puño, la voz y el machete cuando nuestro querido Atenco solicitó defensa, allá por 2001. Quizá por eso seguimos al pie del cañón en los terroríficos días de 2006, en los justicieros días de 2010 y en esta sombría y aciaga actualidad. Quizá por eso siempre hemos recorrido el país, de norte a sur, solidarizándonos con cualquiera que luche contra la injusticia. Quizá por eso en mi familia somos compas de muchos compas.
Y así estábamos. O más bien, así estaba yo. Era septiembre de 2014 y en Atenco se encendieron los llamados de alerta máxima: con bombo y platillo en su informe anual, Enrique Peña Nieto anunció el megaproyecto de su sexenio: la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México. Desde agosto de 2002, cuando echamos abajo el proyecto aeroportuario de Vicente Fox, sabíamos que habría venganza y que intentarían despojarnos una vez más.
La venganza llegó el 3 y 4 de mayo de 2006, el Mayo Rojo. El nuevo intento de despojo comenzaba ahora, en septiembre de 2014. Comenzamos a reorganizarnos, a volver a desenvainar nuestros machetes y a darles filo. Estaba inmerso en la defensa del pueblo de mis abuelos, cuando la madrugada del 27 de septiembre dos noticias ocurridas la víspera cimbraron mi ser: la muerte del compañero Raúl Álvarez Garín y el ataque mortal contra estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, cuyo saldo (la poca información que fluía así lo indicaba en aquel momento) era de al menos 7 asesinados y decenas de estudiantes desaparecidos.
En la mañana del 27 de septiembre, antes de desayunar, le di la noticia a mi madre. Fue una de las noticias más desagradables que he tenido que darle. Le entristeció enterarse de la muerte de un compañero de lucha (a Raúl lo conoció en los frenéticos días del ’68), mas sentió como herida mortal los ataques contra los jóvenes luchadores. Aún recuerdo aquellas lacónicas palabras que ambos murmuramos: “Otra vez Ayotzinapa…” Asistimos a despedir al compañero Álvarez Garín en los velatorios de Tlalpan. Después, todo fue incertidumbre.
Los días posteriores al 26 de septiembre fueron una carambola de eventos. Por un lado en mi pueblo teníamos que afinar la estrategia de defensa de la tierra que emprenderíamos ante la embestida gubernamental. Por el otro, no paraba de informarme acerca de lo que estaba ocurriendo en Guerrero. Encima, el Instituto Politécnico Nacional (IPN), la institución educativa a la que acababa de ingresar, también se veía inmerso en una lucha por impedir que denigraran su calidad educativa.
La primer tortuga
El 8 de octubre, a 12 días de la masacre de Iguala, se convocó a la primer Acción Global por Ayotzinapa. Como parte del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT) no podía menos que asistir.
Para dicha jornada de lucha elaboré un cartel para mis compañeros normalistas rurales. De experiencias previas sabía que el vocablo náhuatl Ayotzinapa significa en castellano algo así como: “lugar del río donde hay pequeñas tortugas”, y que los tixtlecos simplemente traducen como “lugar de tortugas”. Por esa razón decidí dibujar una quelonio antropomorfizado.
Debido a la satanización que estaban haciendo en los medios de propaganda gubernamental, ya fuera en periódicos, diarios, televisión o internet, de que los “ayotzinapos” (término peyorativo) eran unos delincuentes y por eso se tapaban el rostro, decidí que dicha tortuga estaría embozada como los ayotzis lo hacen, con una simple playera roja, el mismo color de su bandera y de su sangre derramada.
La tortuga sujetaba un libro con su pata derecha, mientras que con la izquierda blandía un machete que orgullosamente tenía inscritas las siglas de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM). Finalmente dicho cartel decía: “Hermanos de Ayotzinapa, Atenco les da la mano. ¡Todxs somos tortugas! #NosFaltan43. ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”
Cuando concluyó la marcha encontré al contingente de Ayotzinapa saliendo del Zócalo por la calle de 16 de septiembre, ante lo cual no dudé ni un segundo en obsequiarles mi cartel. Los normalistas lo recibieron con gratitud y se lo llevaron portándolo en todo lo alto.
“¿Por qué todos somos tortugas?”
Algo que me sorprendió muchísimo fue descubrir la absoluta ignorancia que tenían los capitalinos y muchos mexicanos acerca de Ayotzinapa y las normales rurales. En la marcha del 8 de octubre casi todos los que fotografiaron mi cartel preguntaban “¿Por qué dice ‘todos somos tortugas’?” El nulo conocimiento sobre el normalismo rural dificultaba una cabal comprensión de lo que estaba sucediendo. Si en algo podía contribuir, lo haría y decidí contarle a quien quisiera escuchar lo poco que había aprendido sobre el normalismo rural en un texto que se tituló “Ayotzinapa ayer, hoy y siempre” y que todavía anda circulando por la internet.
Vino la segunda Acción Global por Ayotzinapa, Una Luz por Ayoztinapa, en donde se pidió a todos los participantes encender una luz por los normalistas desaparecidos, por los heridos y por los que fueron asesinados. Al igual que muchos compañeros, yo interpreté esa luz como la que irradia una antorcha que nos llama a la lucha. Debido a las actividades que venía realizando en Atenco, estuve a nada de faltar a dicha manifestación. No sólo logre asistir sino que incluso tuve la oportunidad de subir al templete y hablar ante un pletórico Zócalo. Las únicas palabras que me vinieron a la memoria eran las que había escrito días antes, así que decidí compartirlas con todos los compañeros, sobre todo con las madres y los padres:
…Yo me fui de Ayotzinapa. Regresé un par de veces más. Pero un fragmento de esa Normal se incrustó en mi alma. Desde Atenco, yo, junto con mis hermanos del FPDT nos solidarizamos y nos solidarizaremos con cualquier normalista. Pero si se trata de Ayotzinapa, dejaremos la casa y el sillón, quemaremos el cielo si es preciso para encontrar a nuestros 43 hermanos, nuestros 43 hijos, nuestros 43 primos. Porque hoy somos Ayotzi, hacemos Ayotzi y estamos con Ayotzi.
Porque Ayotzinapa… AyotzinapaSomosTodos.
Fue la primera vez que abracé a los padres. Sentí su dolor a flor de piel. Se podía respirar su desesperación y su tristeza. Pero también pude notar esa determinación, ese coraje y esa rebeldía que brotaba como flamas centelleantes de sus ojos. En ese momento sentí que todo lo que había dicho y lo que había hecho era nimio para contribuir en la justicia que tanto necesitábamos. Tenía que triplicar esfuerzos.
Por fin el 30 de octubre conseguimos los recursos necesarios para poder ir a solidarizarnos en persona en el ojo del huracán. A las 2 de la madrugada del viernes 31 de octubre por fin estábamos a las puertas de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”. Los muchachos se emocionaron al saber que veníamos de Atenco, aunque no entendían muy bien por qué sólo íbamos 3 personas. Les expliqué que estábamos de lleno en la lucha contra el aeropuerto y que nos encontrábamos saturados de actividades. Sabían de qué les hablábamos.
Ese día conocí al compa Tlapa, al compa Jackie y al compa Malboro y a otros muchos compas a los que hoy no sólo considero compas sino hermanos. Para esa mañana estaba convocada una marcha estatal en el puerto de Acapulco. Con un calor infernal marchamos por toda la Costera desde la base de la Secretaría de Marina hasta el nuevo edificio del Ayuntamiento. En aquel momento entendí que los guerrerenses eran gente de otra estirpe: muchas guerras han librado en pos de su liberación (tan sólo en la época modera: la Independencia, la Revolución de Ayutla, la Guerra de Reforma, la Intervención francesa, la Revolución de 1910, los movimientos guerrilleros de los años 60 y 70), y todas las han peleado con un calor que a mí me estaba haciendo languidecer. Si antes les tenía respeto, aquel día comencé a profesarles verdadera admiración.