Por: Mauro Jarquín
“La violencia de las masas tiene, al menos, una utilidad: fuerza a los principales actores del neoliberalismo, quienes gustan aparecer calmados, serenos y racionales, a mostrar su propia violencia”
-Pierre Bourdieu
La historia política suele presentar periodos de excepcionalidad en los cuales la vida social se acelera, los antagonismos se agudizan, lo subalterno afirma su politicidad y el estricto orden cotidiano se ve cuestionado en sus propias raíces. Lo anterior se asocia al aumento en la intensidad y forma con la cual se expresan las contradicciones presentes en el núcleo de una sociedad determinada. La característica más profunda de estos momentos históricos es la irrupción en la vida política de aquellos que la ordinaria dinámica de lo político les había negado el derecho de expresar sus necesidades, intereses, emociones y proyectos de futuro de una vida en común. En este sentido, la excepcionalidad –como la entendemos aquí- es la inversión estructural y simbólica de lo dominado[1] hacia una posición central y referente en la construcción del proyecto comunitario.
Nuestro país ha sido testigo en múltiples ocasiones de este tipo de desarrollo socio-temporal. La profunda desigualdad económica, la explotación, el sexismo, el racismo y las contradicciones culturales han sido un excelente caldo de cultivo para el rompimiento de las tradicionales estructuras de orden y dominio. El surgimiento y consolidación de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) en 2006, es, posiblemente, el más significativo proceso en este sentido.
Hace ya 10 años que en el sur de nuestro país se construyó un movimiento de movimientos que albergó en su seno la diversidad cultural de los pueblos, y expresó la rabia histórica de aquellos que no habían tenido lugar en las discusiones públicas sobre lo necesario. Articulado a través de la acción de la base magisterial, los pobres del sur se organizaron y crearon un proyecto de lo que podría ser la nueva sociedad.
Como hemos mencionado en otras oportunidades, una de las más importantes virtudes del movimiento magisterial y popular del 2006 en Oaxaca fue el hecho de poder condensar el tiempo social a través de revolucionar procesos políticos de emancipación colectiva. En tan sólo meses se construyeron formas nuevas de organización política que no se habían realizado en cientos de años, apelando a la comunicación y cooperación en distintos niveles de la sociedad. Para este efecto, tanto las movilizaciones masivas, como las concentraciones y las barricadas, ubicadas en toda la ciudad de Oaxaca, serían muy importantes, al fungir tanto como un elemento de defensa como también un espacio de diálogo, discusión y acuerdo.
Se estructuró una comunidad que se había diluido parcialmente con el advenimiento de la modernización de la ciudad contemporánea, aunado esto a las estructuras tradicionales de exclusión y pobreza de las mayorías. Muchas cosas sucedieron en un tiempo relativamente corto, de las cuales aún podemos encontrar resabios en la conformación de la sociedad oaxaqueña y su composición orgánico-política.
Ahora bien, hoy día que se cumple la primera década de distancia del proceso político oaxaqueño, surgen diversas lecturas que buscan dar cuenta de los resultados del proceso mismo, de las cuales, las más importantes, se han hecho públicas a través de distintos medios de comunicación. Una cantidad importante, no sin una cierta dosis de pesimismo mezclado con cierto dolo político, apuntan que lo mejor que le podría pasar a Oaxaca en particular, pero a la sociedad mexicana en un plano más general, es que acontecimientos como los de 2006 no se repitan. La APPO, su constitución y sus implicaciones son presentadas como algo indeseable, como un error histórico, o como la expresión más grande del retroceso social que se puede conocer.
La reticencia mostrada en distintos medios de comunicación hacia la organización magisterial y popular, pensada a partir del fantasma de la APPO, se limita, básicamente, a dos consideraciones:
- La experiencia de la APPO dejó ver que la violencia es un elemento constante en la lucha social. Lo anterior desacredita toda virtud del movimiento al intentar imponer un proyecto por la fuerza y violar así el “Estado de Derecho” (lo que sea que entiendan por ello).
- La acción colectiva insurreccional espontánea y la organización política permanente se encuentran entre las causas más importantes de la situación de atraso económico y cultural de la entidad, ya que no permiten la intervención de agentes que pudieran posibilitar el desarrollo económico y fomentar la cultura (se habla, sobre todo, de inversionistas o grupos corporativos de capital considerable).
Con respecto al asunto de la violencia, debe decirse que, efectivamente, constituyó un factor central del desarrollo del proceso político de 2006. Pero no fue una violencia unilateral y sin sentido la que ejercieron los miembros de la insurrección política. Fue, en un primer momento, un elemento de defensa ante el acoso policial y paramilitar, el cual se realizó sin dar tregua y sin importar los costos humanos, los cuales, al final de la larga jornada, se elevaron a más de 30 muertes confirmadas, y un número no determinado de desaparecidos.
Por otro lado, es considerable el hecho de que siempre la violencia del insurrecto y del oprimido sea un objeto suficientemente mediatizable como para intentar abarcar la totalidad de un proceso a partir de una imagen. Por el contrario, la violencia material y simbólica ejercida por las estructuras de dominación social pasa desapercibida, al tener ya un status de normalidad. No es objeto de interés en los medios de comunicación la pobreza, la marginación, la desnutrición infantil, el desempleo, la violencia policial contra las comunidades, etcétera. No es mediatizable la desigualdad social, a nadie le parece raro que justo a las puertas de los restaurantes u hoteles más conocidos de la Ciudad de Oaxaca se encuentren personas de todas las edades mendigando comida o cualquier tipo de recurso para subsistir. No es nada extraño que un indígena sea pobre o analfabeta, o ambos.
La violencia estructural no constituye un espectáculo que deba ser evidenciado; no es así con la violencia que cuestiona esa circunstancia. Ésta se convierte en un espectáculo que debe ser transmitido hasta el cansancio en los medios de comunicación como la muestra de una barbarie que debe ser a toda costa evitada, repudiada. Es necesario recordar que, de hecho, la clase dominante llama paz a algo que no es sino la institucionalización de su violencia.[2] ¿Acaso también la violencia del dominado vale menos que la de quien domina?
Por otro lado, atribuirle a la organización social y al conflicto político el origen del atraso económico y social del estado es, cuando menos, irresponsable. Es un sinsentido tomar el producto como si fuera la causa, y asegurar que con orden social los problemas de rezago en todas sus dimensiones, desaparecerían. La propia constitución histórica del capitalismo nacional nos da luces del origen del atraso, que se remonta hasta la herencia de la colonia y las primeras políticas de intercambio comercial llevadas a cabo por el gobierno central del México independiente. Las condiciones de pobreza están asociadas a las relaciones económicas de México con el sistema mundial capitalista, su patrón de reproducción del capital y especialización de la producción.
Desde luego que hay inversiones multimillonarias de compañías extranjeras, no obstante éstas se encuentran volcadas, sobre todo, a la extracción y exportación de bienes primarios, actividad que poco o nada de riqueza deja a los pueblos en los cuales se lleva a cabo. Por otro lado, las inversiones realizadas en el sector servicios, juegan un papel ambiguo; por un lado generan empleos, lo cual disminuye la cuota de trabajadores desempleados, pero al mismo tiempo agudizan la extracción de plusvalor a quienes contratan, debido tanto a la precarización del salario nominal, como a la extensión de la jornada laboral. La inversión extranjera, en este sentido, ha fungido como un elemento central en la reproducción de la superexplotación del trabajo y con ello la profundización de las desigualdades en la sociedad.
Aunado a lo anterior, los gobiernos locales, históricamente asociados a empresas sumamente rentables, han preferido dar prioridad a las necesidades de valorización de las inversiones nacionales y extranjeras, atentando contra la integridad física y cultural de nuestras comunidades, basta ver en este sentido el ejemplo de San José del Progreso o San Dionisio del Mar.
Considerando lo anterior, quisiera comentar, antes de terminar, la importancia de pensar el fenómeno APPO como una red de articulaciones de lo social en distintos niveles. La APPO no es un cúmulo de manifestaciones aisladas, en un lugar aislado, en un tiempo contingente. La APPO es el producto de luchas y tensiones al interior de una sociedad. Sus integrantes no son sólo integrantes de una organización; son individuos que ocupan un lugar en otros espacios de la vida social; ocupan un lugar en el proceso de valorización y por ende también en el acto de la distribución del producto social. Para comprender por qué la APPO, hay que comprender primero distintos “por qués” de quienes la conforman.
Cuando veamos noticias y opiniones sobre la APPO –o cualquier otro proceso u organización insurreccional- y en pantalla encontremos únicamente una secuencia de imágenes de violencia, fuego, bloqueos, gritos, pasamontañas, paliacates, rocas, etcétera, en lugar de generar un juicio automático a partir de la espectaculización de la insurgencia, preguntémonos el por qué de ella.
Es hora de dejar a un lado los criterios estético-morales para pensar la política.
[1] Por dominado se entiende aquél sujeto social (clase-individuo-género-grupo-etnia) que ha sido históricamente objeto de explotación y control en detrimento de su integridad material y cognitiva, y cuyo dominio es factor clave en la estructuración de la sociedad.
[2] Véase: Perez Soto, Carlos, La violencia del derecho y el derecho a la violencia.