“Ahí, debajo de la tierra,
No estás dormida, hermana, compañera.
Tu corazón oye brotar la primavera,
Que como tú, soplando irán los vientos
Ahí, enterrada cara al Sol
La nueva tierra cubre tu semilla
La raíz, profunda se hundirá
Y nacerá la flor del nuevo día…”
El alma llena de banderas, Víctor Jara
Por: Ernesto Funesto Mondragón
Ayer fue 5 de febrero. Día feriado, día de asueto. Día de la constitución. Y también fue mi cumpleaños. Apenas pasaba la media noche y me preparaba para acostarme, cuando leo la noticia anunciada por la página de los Padres y Madres de Ayotzinapa: la señora Minerva Bello Guerrero, la Tía Mine, acababa de fallecer, víctima de cáncer.
Recordé que en los primeros días de enero una compañera me comentó que las enfermedades de los padres seguían pasando factura: Don Bernardo Campos había sufrido una crisis diabética que terminó costándole la amputación de un dedo. Doña Minerva Bello, por su parte, agonizaba de cáncer. Las víctimas mortales de este crimen de estado se seguían acumulando.
Porque la muerte de Doña Minerva fue un asesinato encubierto.
Al momento de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” por parte de elementos policíacos, muchos de sus padres estaban enfermos: desnutrición, hipertensión y diabetes era la triada que más padecían. Sin embargo, debido al trauma psicológico que implica la desaparición de un hijo, todas las madres y los padres, y en general, muchos familiares de los estudiantes, desarrollaron alguna enfermedad: cáncer, diabetes, úlceras gástricas, gastritis, colitis, insomnio crónico, alcoholismo y, sobre todo, depresión.
De inmediato se conformó un equipo médico, de compañeros solidarios, que se encargaron de revisar y, en la medida de las posibilidades, cuidar de la salud de los padres.
La misión resultó prácticamente imposible. ¿Cómo darle tratamiento a una persona y recomendarle reposo, que evite las situaciones de estrés, que coma a sus horas, que lleve una dieta saludable, que duerma a sus horas, que no haga corajes, cuando está luchando por la presentación con vida de lo que más ama? ¿Cómo evitar que el cuerpo se enferme cuando se está rodeado de tanto veneno? En el caso Ayotzinapa, la tragedia y la pobreza se conjugaron para que el crimen de estado resulte más calamitoso para víctimas y familiares. Es para volverse loco. Es una pesadilla.
A pesar de que lo intento, no puedo dormir. Aviso a compañeros sobre lo sucedido. Busco quién me acompañe a acompañar a Don Francisco Rodríguez y a su familia. Nadie puede. A las 5 de la mañana despierto a mi madre. Salimos a las 6 en punto. En el camino desayunamos un par de cafés y unas galletas. Recorremos uno a uno los 285 km que separan mi casa del centro de Tixtla. Pese a serme tan conocido este camino, se me hace largo, difícil y cansado andarlo. Quiero llegar pero a la vez, no quiero.
Pasadas las 10 a.m. arribamos a Tixtla. En automático nos dirigimos rumbo al mercado para comprarle unas flores a Doña Mine. Me sorprendo al comprobar que a pesar de no pisar estas calles hace mucho tiempo, me siguen siendo extrañamente familiares. De repente entiendo todo lo que está pasando, todo lo que implica esta muerte. Y duele. Me duele como pocas cosas lo han hecho.
Al filo de las 11 a.m., por fin arribamos a San Juan Omeapa. Es época de secas, y los cerros que rodean el pueblo lo reflejan. El aire está seco. Se huele la pobreza, pero también, la tristeza. El Sol está tranquilo, pese a ser casi medio día, no cae a plomo, haciendo más fácil la labor de los hombres que cavan la tumba donde reposarán los restos de Doña Mine.
San Juan Omeapa es una pequeña ranchería enclavada en un valle, situada a unos 10 km al oriente del centro de Tixtla. Un recorrido que se puede hacer en 2 horas, si se va caminando, o en 15 minutos, si se va en auto. De acuerdo con la Enciclopedia Guerrerense, editada por Guerrero Cultural Siglo XXI A.C., Omeapa significa en castellano: “dos ríos que forman laguna” (Ome, “dos”; atl, “agua”; -pan, “lugar de”), debido a los dos ríos que atraviesan la comunidad y van a desembocar en la Laguna del mismo nombre, que se encuentra en los límites del pueblo.
Esta ranchería de 100 casas, y apenas 400 habitantes, hasta septiembre de 2014 era famosa por su mezcal: uno de los mejores de todo Guerrero. Hoy, su hecho más conocido es ser cuna de 3 de los desaparecidos de Ayotzinapa: Jhosivani Guerrero de la Cruz, Everardo Rodríguez Bello y Emiliano Alen Gaspar de la Cruz. Emiliano y Jhosivani son primos. Jhosivani y Everardo son mejores amigos.
Aquí sólo hay 3 calles. Hay electricidad, pero no todas las casas tienen una toma de agua potable. El drenaje también es aquí un lujo. Mi madre revisa su celular: no hay señal. Atravesamos la ranchería y llegamos al hogar de la familia Rodríguez Bello. Vemos a algunas Madres y Padres y nos saludan. Preguntamos por Don Pancho. Está ocupado, organizando, dando órdenes. Sale de un pequeño jacal que hace las veces de cocina. Lo abrazamos. Nos agradece nuestra presencia: toma las flores y se las da a su cuñada y le explica: “ellos vienen desde México. Siempre están con nosotros, siempre nos acompañan.”
Entramos al pequeño cuarto donde están los restos de Doña Minerva. Un recipiente con brasas satura la habitación con copal. Extrañamente el humo no provoca tos, y en cambio sí logra crear una atmósfera relajada. Una vieja mesa de madera sostiene un pequeño ataúd cubierto de terciopelo rosa, y encima, unos collares realizados con tapayolas. Lo toco y me despido de Doña Minerva. Le pido perdón. Le digo que le fallamos. Su existencia se agotó, el cáncer le devoró la vida y no pudimos hallar a su hijo, a Everardo. Pienso en la angustia que sufrió al abandonar este mundo con semejante dolor, con la duda corroyendo su alma: “¿dónde está?” Otra vez el dolor se apodera de mí. Le vuelvo a pedir perdón.
Regresamos al pequeño patio. No hay más de 20 personas. Poco a poco van llegando vecinos y familiares. Aquí todos se conocen y de alguna forma todos son familia. Todos son primos, tíos o sobrinos de alguien más. Todo Omeapa está de luto.
Al cabo de unas horas, llega Mario Patrón, director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, junto con otros abogados. Llega la comisión de Padres y Madres. La encabezan Doña Hilda Legideño y Doña María Martínez, quienes cargan una corona de flores. La casa poco ha poco se ha ido llenando. El tiempo transcurre lento entre las pláticas que recuerdan a la difunta.
Nos comentan que Doña Mine murió de tristeza, que el cáncer de estómago fue la forma en que se manifestó, pero fue pura tristeza de no saber qué fue de su hijo. Dejó de comer, dejó de tomar su medicamento. Le provocaban nauseas, vómito, dolor de cabeza. Perdió el uso del habla. Antes de que eso ocurriera, habló con su hija mayor: “llévate a vivir a [tu hermana] Esveidy contigo, no quiero que se quede aquí sola con tus hermanos.” Esveidy es la menor de los hijos del matrimonio Rodríguez Bello. Tiene 14 años. Con su madre muerta y su padre metido de lleno en la búsqueda de su hermano, queda prácticamente huérfana.
Llega la banda de música de viento del pueblo: “Banda San Juan”. Antes de ingresar a la Normal, Everardo fue parte de ella. Tocaba el saxor (también llamado saxcorno), un instrumento parecido a una tuba. Debido a esto y a la situación por la que atraviesa la familia, la banda no está cobrando por sus servicios. Conforme se acerca la hora del entierro, que será a las 4 de la tarde, llega más gente a acompañar a Don Pancho. Cuando llegan, llevan un paquete de refrescos, o de agua. Algunos llevan botellas de mezcal que se reparte entre los asistentes.
Antes de partir a sembrar a Doña Mine, se sirve la comida: carne de pollo en salsa verde, acompañada de frijoles y arroz. Mi paladar extrañaba el sazón de esta tierra. Momentos antes de que inicie el camino rumbo al panteón del pueblo, llegan los actuales normalistas de Ayotzinapa. Tuvieron que ir a tomar la caseta para comprar las flores y apoyar con los gastos a Don Pancho. Entra una corona que es cargada por Víctor e Iván, hermanos menores de Jesús Jovany Rodríguez Tlatempa y Jorge Antonio Tizapa Legideño, respectivamente.
En dicha corona de flores se alcanza a leer: “LAS MUJERES QUE LUCHAN NUNCA MUEREN”.
El cortejo fúnebre inicia el recorrido por las calles de Omeapa. La única escala es en la parroquia de San Juan, donde se celebra una misa de cuerpo presente oficiada por el religioso Filiberto Velázquez. Todo el pueblo asiste. Los que no habían llegado, se fueron sumando conforme el cortejo pasaba por sus casas. Están presentes Don Margarito Guerrero, Doña Martina de la Cruz, junto con sus hijas y algunos de sus nietos. También está Doña Natividad de la Cruz, prima de Doña Martina. Aquí en Omeapa, todos se conocen, todos son familia.
El panteón está en la entrada del pueblo. El sol pega cada vez menos y comienza a soplar el viento, lo que hace más fácil la caminata, tanto para quienes van cargando el ataúd (los hijos de Doña Mine y algunos Ayotzis), como para los que llevan las coronas y el resto de los que acompañamos.
Ya no siento la tristeza. Siento ira, y mucho, mucho dolor. Recordando a Benedetti, me siento consternado, rabioso. Y sé que no soy el único. Se nota en las miradas y el silencio de las Madres y los Padres. En el llanto que rompe la voz de Melitón Ortega. Se siente en la ausencia de quienes no pudieron estar aquí. Recuerdo las calles de la Ciudad de México desbordadas de personas que gritaban: “no están solos”. Recuerdo a tantos periodistas, activistas, defensores de derechos humanos, escritores, intelectuales que entrevistaron a Doña Minerva. ¿Dónde están?
La loza y el cemento con el que tapian la tumba de Doña Minerva indican a los presentes lo que nadie puede negar: el estado mexicano nos ha arrebatado a una compañera más.
Antes de que oscurezca, mi madre y yo debemos emprender el viaje de regreso a la Ciudad Monstruo. Nos despedimos de los padres, de los pocos normalistas que aún conocemos, de Don Francisco y su familia. En el pueblo de mi madre, en San Salvador Atenco, la costumbre es poner una canasta encima del ataúd y ofrendarle el dinero que uno quiera o pueda dar. Siempre que vamos a entierros a otros pueblos repetimos esta costumbre. Le damos nuestra solidaridad a Don Francisco. Nos vuelve a agradecer el haber venido. Le repito lo que siempre les digo a todos los Tíos y las Tías. “no hay nada que agradecer. Es mi obligación moral estar con ustedes, hasta encontrarlos.”
Con el Sol ocultándose, comenzamos a desandar nuestros pasos. De repente recuerdo que este día que se acaba sigue siendo mi cumpleaños. Y pienso: hace un mes, el 5 de enero, Everardo, donde quiera que esté, cumplió 23 años. Yo “perdí” un día de mi vida. Pero a Everardo Rodríguez Bello le han secuestrado su vida desde hace 1227 días, y hoy le han robado la vida de su madre.
¿Qué hacer? ¿Qué más se puede hacer para encontrar a los 43 paisas? Yo no quiero sólo acompañar a los padres. No los quiero ver, impotentes, mendigando al estado mexicano el paradero de sus hijos. No quiero que pasen 30, 40 años para tener algún indicio certero de lo que les pasó. ¿Qué hacer?
Ayer cumplí 31 años. No hubo velitas, ni pastel. Hubo lágrimas, dolor, rabia. Pero más importante es, que todavía, hubo solidaridad.