Por: José Antonio Trujeque Díaz.
- Hillary Clinton y Donald Trump, en “caballo de hacienda”.
Cada cuatro años las elecciones presidenciales en los Estados Unidos parecen la puerta de entrada a una caja de Pandora. Las sorpresas y las situaciones nunca antes vistas son aún más intensas cuando está por terminar algún segundo mandato presidencial.
Así sucedió con el último período de George W. Bush (2000-2008), cuando del lado del Partido Demócrata ocurrió una doble novedad: un afroamericano, Barack Obama, y una mujer, Hillary Clinton, disputaban quién sería el candidato a ocupar la Casa Blanca. Y del lado del Partido Republicano, un rebelde y renegado del partido, John McCain, tuvo como acompañante y candidato a la vicepresidencia a una mujer fabricada por los estrategas de su campaña: la señora Sarah Palin. [1]
La jugada fue aprovechar el jalón de popularidad que la candidatura de Clinton representó para millones de mujeres estadounidenses: si Rodham Clinton era la heroína de las mujeres de tendencias liberales, Sarah Palin fue literalmente “fabricada” para que fuera la de las mujeres de tendencias conservadoras. Su perfil era más que convincente: madre de cinco hijos, el mayor de ellos combatiendo en Irak, el menor con el síndrome de Dawn, opuesta terminante y tajantemente al aborto, partidaria de la posesión de armas de fuego, miembro de una iglesia evangélica que profesa el creacionismo (es decir, opuesta a las teorías darwinistas), y además, Palin era (es todavía) una persona con una profunda, orgullosa y supina ignorancia, la cual esperaba atraer las simpatías de mujeres y hombres que tienen resentimientos hacia las personas con educación escolar, como era el caso de su Némesis, la brillante abogada y profesionista Hillary Rodham Clinton.
Este ciclo de sorpresas y de la aparición de situaciones novedosas, inéditas, se repite con la actual pre-campaña presidencial. Antes de proseguir, me permito hacer una referencia necesaria: la democracia estadounidense, desde inicios del siglo XIX, se caracteriza por el hecho de que dentro de cada partido hay personas que aspiran a la candidatura presidencial, y se abre un período de competencia entre ellas: este es el período de las elecciones primarias en el que cada uno de los dos grandes partidos (Demócrata y Republicano) eligen a quien será su candidato a la Presidencia. A partir de ese momento, comienza y se desarrolla la campaña presidencial propiamente dicha, que culminará este año el día ocho de noviembre, cuando tendrán lugar las elecciones.
Una vez que me he permitido esta pequeño pero necesario apunte, el ciclo de sorpresas que depara cada jornada electoral presidencial ahora se expresa en el señor Donald Trump, precandidato puntero por el atribulado Partido Republicano (conocido allá por sus siglas tradicionales “GOP”: Grand Old Party). Como me permite señalar a lo largo de estas entregas sobre las elecciones en el país de las barras y las estrellas, este fenómeno tan sorprendente y sorpresivo en realidad es la decantación de procesos sociales y políticos que vienen de años atrás. Trump no apareció ni ha tenido éxito entre una parte de la ciudadanía estadounidense nada más por que sí.
Entre las corrientes que han confluido en la actual “ola trumpista” están las ideologías y prácticas anti-migrantes, de hondas y poderosas raíces en las subculturas estadounidenses de los racismos. Está un sordo, persistente y creciente resentimiento social de las clases obreras “blancas” quienes perdieron sus trabajos como consecuencia de la salida de distintas industrias hacia China, la India, Taiwan, Corea y, desde luego, la frontera norte mexicana y su cinturón de maquiladoras. Por esta situación, existe entre una parte de los obreros “blancos” una antipatía hacia nuestro país y que Trump comparte y ha capitalizado.
Otra de las corrientes que forman al caudal trumpiano consiste en el también persistente patriarcalismo cultural, es decir, la serie de ideologías cuya certeza inamovible es que quien debe mandar es el hombre, y que la mujer está incapacitada para ejercer puestos que implican dirigir, ejercer el mando, imponer la voluntad.
La palabra en inglés estadounidense “bigot” se refiere a las personas que profesan esas certezas prejuiciadas, mientras que la palabra “bigotry” se refiere a esas ideologías, de las cuales hablo en plural porque todas ellas, aunque comparten las mismas certezas de base, adoptan diferentes ropajes, tonalidades, matices; los cuales van desde los más crudos y descarados racismo, clasismo, machismo, hasta formas menos virulentas, pero igual o más eficaces cuando se trata de imponer esas certezas.
Estas ideologías tan intensas y profundas, es decir, el conjunto de los prejuicios “bigotry” llevaban años ocultos y casi invisibles, sin atreverse a manifestar de manera abierta, como consecuencia de las derrotas culturales sufridas por el racismo “blanco” y el machismo más agresivo, durante la última parte de la década de los sesenta y sobre todo de los setenta. Pero hemos visto que se trata de una especie del personaje Rip Van Winkle, ése que durante muchos años se quedó aletargado y semidormido para no ver el cambio de los tiempos, pero cuando abrió los ojos pretendió regresar al tiempo viejo.
En otras palabras, las ideologías “bigotry” han resurgido con fuerza sorprendente teniendo como guía y difusor más intransigente al millonario neoyorquino Donald Trump.
Este señor, para rematar, ha tenido la habilidad de aprovecharse del resentimiento contra la parte de la globalización capitalista que hace posible el cierre de empleos industriales en los países del Primer Mundo, para llevarlos a los terruños donde los salarios son mucho más bajos, hay una enorme cantidad de personas dispuestas a trabajar en esas condiciones, y además hay gobiernos que ofrecen el oro y el moro, es decir, distintas facilidades desde fiscales hasta la construcción de parques industriales, con el fin de atraer maquiladoras. [2]
Este mismo resentimiento contra tal aspecto de la globalización se expresa también en la campaña del senador demócrata por el estado de Vermont, quien se dice “socialista democrático” y actual rival de Hillary Rodham Clinton (HRC), Bernie Sanders. Con la diferencia tan abismal entre el racismo y la “bigotry” ofertada por Trump, y la fuerte crítica que hace Sanders hacia el Establishment financiero de la globalización (Wall Street en Nueva York, la City de Londres, la Torre de Tokio) y sus alianzas con los políticos de Washington.
Mientras Trump victimiza el resentimiento de las clases trabajadoras “blancas” y escoge como blanco a los migrantes latinoamericanos, Sanders trata de orientar esa indignación muy real y muy fuerte (la pérdida de millones de empleos industriales y su salida hacia el Tercer Mundo) hacia la persistente política de establecer tratados de libre comercio al por mayor, la cual se traduce en la huida de esos trabajos hacia países más pobres, y en que de estos últimos salen millones de personas buscando trabajo en los Estados Unidos.
Sanders no ha dudado en denunciar este circuito perverso y vicioso de la globalización: los tratados de libre comercio implican que en los países desarrollados se pierdan trabajos, mientras que en los países tercermundistas cuyos gobiernos asumen como artículo de fe la llamada “apertura comercial”, millones de personas emigran hacia el norte del río Bravo, entrando en competencia con los trabajadores de allá del “otro lado” quienes ya han perdido sus empleos.
Y mientras tanto, una pequeñísima parte de la población mundial, de los Estados y de México (poco más, o poco menos del uno por ciento del total de todos los pobladores) es quien posee por lo menos una cuarta parte de toda la riqueza de sus respectivos países.
Y los gobiernos estadounidenses dan como cosa juzgada la validez de esas políticas de apertura económica y comercial: ni siquiera la ponen en entredicho, al contrario, la impulsan con vigor, así sean las presidencias republicanas y conservadoras de Reagan y los dos Bush, e igualmente los supuestos adalides del progresismo social, cultural y económico, los demócratas Bill Clinton y ahora Barack Obama.
Bernie Sanders tiene cada vez menos posibilidades de disputarle la candidatura a Hillary Clinton, pero su postura por lo menos ha sido la de quien le ha llamado al pan “pan” y al vino “vino”: la alianza de intereses entre Wall Street y Washington es la responsable de la pérdida millonaria de puestos de trabajo industriales, como también de la llegada incesante de migrantes procedentes de México y del Tercer Mundo latinoamericano.
El hecho es que a fines de este mes de mayo, ya casi ha concluido la primera fase de las elecciones en Estados Unidos, las primarias, pues HRC y Trump han tenido sonadas victorias que les otorgan un número casi inalcanzable de delegados de sus respectivos partidos, o dicho en otras palabras, cabalgan en caballo de hacienda rumbo a su nominación.
No obstante su gran y escandalosa presencia mediática, Donald Trump no tiene, para nada, asegurada su nominación por el GOP. Muchos políticos de centro derecha del Partido Republicano están trabajando a marchas forzadas para encontrar formulismos legales, huecos en los reglamentos de su partido, para impedir que el magnate neoyorquino resulte el candidato presidencial del Partido Republicano, ni más ni menos que el partido fundado por el libertador de los esclavos negros y enemigo del racismo, Abraham Lincoln.
O dicho en otras palabras, quizá más contundentes. Trump es todo un modelo de “bigot” descarado, vulgar, soez, a un grado tal que muchos de su propia casa (el Partido Republicano) no sólo no lo quieren, sino más bien lo detestan.
Esta posibilidad de negar la nominación a Trump, aunque haya ganado las elecciones internas primarias, es muy real, y de producirse tendrá unos efectos que los analistas juzgan desastrosos para el partido de los conservadores estadounidenses. La cosa si se quiere irónica o chistosa, es que los ahora enemigos republicanos de Trump durante años enteros cultivaron ese discurso, esos prejuicios, esa serie de ideologías “bigotry” para ganarse adeptos y votos. Lejos de haber combatido los prejuicios de tonalidad racista y anti-migrante, o aquéllos que defienden variantes del patriarcado, los estuvieron impulsando, y puede decirse que Donald Trump es su criatura infernal, su horrendo Frankenstein.
En el caso de la señora Rodham Clinton, la cuestión que inquieta a su equipo y a ella misma es el profundo rechazo de que es objeto por una parte muy grande del electorado “progresista” o liberal o de izquierdas en los Estados Unidos, quienes tradicionalmente votan por el Partido Demócrata.
Tan es así, que muchos de los seguidores y simpatizantes de Barry Sanders han esgrimido la bandera política del “Barry or Bust!”. Es decir, si no es Barry Sanders el candidato, ellos no votarán de ninguna manera por la señora Rodham Clinton ni por quien resulte el candidato republicano. La cuestión es que HRC no es, para nada, una reformadora del Establishment vigente en la alianza Casa Blanca- Capitolio-Wall Street. [3]
La cuestión es que HRC y Trump van en caballo de hacienda no tanto porque gocen de una popularidad clara e incontestable, pues al contrario, los dos son muy impopulares. Más bien, esa posición ganadora la deben a su capacidad para costear a los carísimos procesos electorales de los Estados Unidos. Bernie Sanders, el declarado antagonista de Wall Street, jamás iba a poder competir con la señora Rodham Clinton a la hora de atraer los millones de dólares necesarios para llegar a los medios y hacer circular su mensaje y propuestas. Donald Trump es un multimillonario que comenzó la carrera presidencial desde hace por lo menos tres años, además de contar con su jugosa fortuna.
Es a este punto al que ha llegado la más antigua de las democracias modernas, la de los Estados Unidos. La posibilidad de ser electo no depende de los méritos, de las virtudes cívicas, de profesar algún programa renovador. No, nada de eso. Depende de que el “interfecto” o el aspirante a un puesto de elección tenga muchísimo dinero, o en su caso que sea capaz de atraerse a los “peces gordos” y a organizaciones que le financien y le costeen las sumas estratosféricas de sus campañas políticas.
Así que en lugar de ser un modelo de un régimen político y de un estilo de vida cívico que impulse y que realice la igualdad, la democracia en los Estados Unidos se nutre de las desigualdades, las agudiza, las profundiza y las amplifica. Este punto de tanta importancia para el presente y el futuro (hablamos ni más ni menos que de la viabilidad de la democracia en cuanto régimen en donde todos son iguales ante las leyes) me permitiré extenderlo al referirme a un autor y a un libro clásico, indispensable de la moderna democracia de masas.
“La democracia en América”, ayer y hoy
Alexis de Tocqueville publicó su libro “La democracia en América” en el año 1835. La obra es un clásico de las ciencias sociales, particularmente la sociología política y la politología, entre otras razones porque es el primer estudio sistemático sobre la entonces incipiente “democracia de masas”.
Este último era un régimen en el que quienes buscaban puestos de representación política tenían que conseguir la mayor cantidad de sufragios a su favor, lo cual, en ese marco de competencia, significaba el intento deliberado para la participación electoral del mayor número posible de ciudadanos. Según Tocqueville, el principio formal básico de la democracia en los Estados Unidos era la igualdad jurídica de los ciudadanos, lo cual significaba que estos últimos elegían como sus representantes a otros ciudadanos.
Para Tocqueville, un aristócrata francés que vivió la experiencia Bonapartista (1799-1815), la Restauración posterior a Waterloo (1815-1830), el período revolucionario de este último año, y la posterior instauración de la monarquía constitucional y “burguesa” encabezada por Luis Felipe de Orléans, el régimen político estadounidense demostraba al mundo entero que la democracia electoral y el principio de la igualdad jurídica hacían posible la competencia política pacífica, así como la creciente participación de los ciudadanos en los asuntos públicos. Nada parecido a las turbulencias producidas por el ciclo francés de movimientos revolucionarios seguidos por una no menos violentísima contrarrevolución, y cuyo resultado era una permanente inestabilidad política.
Los Estados Unidos eran para Alexis de Tocqueville la cresta más alta y potente de una marea histórica que avanzaba de manera inexorable: una continua progresión de las sociedades humanas hacia la igualdad, aunque este avance mostraba reflujos, es decir, había personas privilegiadas que se empeñaban en colocar diques que contuvieran a esa corriente, combatiendo por todos los medios a su alcance a las ideas y los logros de la igualdad entre los seres humanos. Desde los tiempos bíblicos, pasando por la Antigüedad y el Medievo, hasta aquel primer tercio del siglo XIX, podía rastrearse esa tendencia de la civilización humana para construir marcos igualitarios de convivencia. Y los Estados Unidos eran la vanguardia de esa marcha universal hacia la igualdad.
El autor francés escribió estas tesis impresionado por los resultados de la llamada “república jacksoniana” estadounidense. Andrew Jackson, un caudillo militar de la guerra librada entre los EEUU e Inglaterra (1812- ) había competido por la presidencia en 1824. Sin embargo le fue negado el puesto aun cuando había ganado la mayoría del voto popular. En lugar de optar por una rebelión (al contrario de lo que sucedía en ciertos países de la recién independiente América Latina) Jackson se propuso organizar un partido político a la manera de una maquinaria electoral.
La novedad de este experimento, que tanto impresionó a Tocqueville, consistió en que el partido jacksoniano se propuso el preparar a sus simpatizantes como promotores del voto, vigilantes de las urnas y casillas, animadores de mítines y dirigentes políticos de tantas circunscripciones electorales como fuera posible. Y la eficacia de estas labores se cimentaba en la propaganda masiva de las supuestas bondades del programa político y administrativo enarbolado por el Partido Demócrata,[4] una de cuyas facciones lideraba el futuro presidente Jackson, pues mediante esta intensa labor organizativa alcanzó la presidencia en dos períodos consecutivos, de 1828 a 1836.
Esa serie de innovaciones de la naciente democracia de masas basada en el principio de la igualdad formal y universal no le impidió a Tocqueville el rastrear algunas tendencias inquietantes de este régimen político. Aquí me permitiré mencionar sólo dos de ellas: la demagogia y el clientelismo político-electorales.
En cuanto a la demagogia, no sólo se trataba de la lluvia de promesas (muchas a la postre incumplidas) con las que los políticos inundaban al espacio público, sino, sobre todo, que apelaban a algunas “pasiones del vulgo” para ganar preferencias.
En otras palabras, estos personajes explotaban los estados de ánimo y los prejuicios más intensos y arraigados para incorporarlos como parte esencial de su discurso y su programa: por ejemplo, si en cierta ciudad del norte existía animadversión contra los inmigrantes católicos irlandeses, los políticos no dudaban en hacerse eco de ese rechazo, retomando e impulsando draconianas medidas de exclusión contra aquéllos. Y si en la vasta y rural región del sur (desde Maryland hasta la Luisiana) el supremacismo racial “blanco” y el esclavismo eran considerados como instituciones de validez inapelable, los políticos potenciaban, amplificaban y agudizaban a esas subculturas de la exclusión.
En suma, la demagogia era una tendencia que hacía posible una mezcla bastarda entre el igualitarismo formal y la exclusión real. En otras palabras, el fruto podrido de demagogia era la simbiosis entre el discurso y la forma republicana y democrática junto a, y asimilado con, la explotación y permanencia de mentalidades que justificaban la desigualdad real entre “razas”, entre credos religiosos, entre los naturalmente “superiores” respecto a los “inferiores”.
Por lo que toca al clientelismo, la democracia de masas “jacksoniana” pronto mostró los famélicos dientes de los abundantes políticos sin escrúpulos y corruptos. Para organizar a partidos–maquinaria electoral, para hacerse cargo de una intensa propaganda masiva, una condición indispensable era el contar con dinero. Con muchísimo dinero.
En la época de Tocqueville y de Jackson, durante las campañas electorales se gastaban decenas de miles; en contraste, las campañas del año electoral del 2012 (Presidencia, Senado y Representantes) costaron la estratosférica cantidad de 6 mil millones de dólares.[5]
La consecuencia de que “el dinero sea la leche de la democracia” es que las personas que aportan más sustancia láctea (es decir, más dólares) convierten a los políticos así beneficiados en sus clientes, y estos últimos buscan hacerse de clientelas entre las personas adineradas. La situación es que convive el supuesto de que “todos los ciudadanos son iguales”, pero la influencia real sobre la política es un asunto de minorías, los pocos que tienen millones de dinero.
Quise mencionar el clásico estudio “La democracia en América” porque es una obra vigente en nuestros días. Puede estar en entredicho la tesis de Tocqueville en el sentido de que hay en la historia universal humana un camino, un impulso permanente hacia la igualdad, sin dejar de lado que se trata de un camino lleno de senderos hacia el precipicio de las regresiones antidemocráticas.
La manera en que funciona la democracia moderna de masas conllevan, de manera inherente, tendencias hacia la exclusión y la agudización de las desigualdades; el rasgo, si se quiere esquizofrénico de este régimen político es que permite la mezcla de un discurso igualitario con unas prácticas que se le contraponen. En su tiempo, Tocqueville apeló a la sabiduría y a la sensibilidad de los políticos para impedir que esa mezcla bastarda se arraigara como parte constitutiva de la democracia igualitaria. No fue la última persona preocupada en pedir a los políticos esas muestras de altura y de grandeza humanas.
Parece que muchos de estos últimos han seguido y profesan en la actualidad una práctica y un credo del todo “anti-tocqueville”. Hacen lo contrario de lo que solicitaba el autor de “La democracia en América”. Así, tenemos que Hillary Clinton tuvo una serie de “encerronas” con directivos y accionistas mayores de compañías financieras de Wall Street, y se niega a hacer público el contenido de lo ahí dicho, de lo ahí negociado en los meses previos a la actual campaña presidencial 2016.
Y tenemos al señor Trump escaso de escrúpulos para pronunciar discursos patriarcalistas, si no es que de un revulsivo machismo, y eso para no hablar de su insensato intento de culpabilizar a los inmigrantes latinoamericanos como responsables de la pérdida de empleos en la Unión Americana: en ambos casos, Trump no ha creado un ambiente de resentimiento, más bien lo ha explotado, y con bastante éxito, pues es el precandidato puntero en la justa del Partido Republicano para la nominación presidencial.
Para entender al fenómeno Trump, hay que tratar de comprender los cómos, por qués, para qués de las distintas corrientes de “bigotry” o prejuicios a los que explota, a los que alimenta, a los que les facilita un tono de gritería escandalosa, grosera y soez. En la próxima entrega me interesará mucho el compartir algunos puntos de vista y estudios serios sobre las subculturas estadounidenses de la exclusión, la discriminación, la segregación y la cúspide de estas posturas: el supremacismo racial blanco, y el patriarcalismo autoritario, o si se quiere, el machismo puro y ramplón.
Desgraciadamente, el señor Trump está contribuyendo a insuflarle aire a estas posturas de “bigotry” que parecían derrotadas y arrojadas al sótano de los vejestorios culturales. Es otra de las inquietantes interrogantes que nos plantea el actual momento estadounidense: persisten las ideas, las creencias, las certezas que se aprovechan de la democracia, pero cuya finalidad oculta o del todo explícita es debilitarla por la vía de regresar a esquemas de exclusión, discriminatorios, segregacionistas.
Muchísimas gracias por leer.
- [1] En el siguiente enlace se puede acceder a la película “Game Change” (2012), la cual trata sobre la “fabricación” casi de la nada, hacia el estrellato político y mediático de la señora Sarah Palin. Me permito recomendar ampliamente esta película para tomarle el pulso a las distintas subculturas políticas de los Estados Unidos. http://bit.ly/21eF0np
- [2] “El momento de Donald Trump”. Artículo publicado en “The New York Times”. Brooks, Arthur C:, y Collins, Gail, 26 abril 2016. http://nyti.ms/24ilSH6
- [3] “Ante los llamados a la “unidad”, Sanders debe seguir en la pelea”. Artículo publicado en “The Washington Post”, Katherine vanden Heuvel, 26 abril 2016, escrito. http://wapo.st/1SIoR6v
- [4] El Partido Demócrata fue fundado en el año 1834, lo cual lo hace uno de los partidos políticos más antiguos del mundo que aún existen y tienen una posición de alta competitividad y éxito electorales.
- [5] Ginsberg, Lowie, et al. (2014), “We, The People. An introduction to American Politics”, ed. Norton & Company Inc., Nueva York, p. 231.