Por: José Antonio Trujeque
- Los entresijos de la globalización y una diplomacia mexicana ausente
Las relaciones entre Canadá, Estados Unidos y México, desde 1994 con el establecimiento del Tratado de Libre Comercio (TLC), están atadas a un aspecto de la globalización “legal” o formal, el libre comercio, también a varios rasgos ilegales de ese gran proceso planetario: dos ejemplos son el tráfico ilegal de armas de fuego y la migración o flujo “ilegal” de decenas de miles trabajadores “sin papeles”.
El TLC tiene dos características que lo hacen distinto de otros bloques regionales. La más clara y de mayor peso, es que en este bloque norteamericano se encuentra la primera potencia geoeconómica y geopolítica mundial, los Estados Unidos, y su vecino, México, país que pertenece a la periferia del sistema mundial capitalista.
Es tanta la diferencia entre los dos países (pongo por caso el PIB por habitante; en 2015, es de US$ 55 837 para los Estados Unidos; US$43 249 para Canadá, US$9 009 para México; la diferencia es que un estadunidense, en promedio, tiene un ingreso seis veces mayor que un mexicano — http://bit.ly/1eRbn2E ), que nuestro país ha tenido el reto de situarse como mera comparsa o, por el contrario, de posicionar sus temas y problemáticas en cuanto nación tercermundista frente a sus dos socios, un gigante (Canadá) y el Leviatán hegemónico en el planeta, los Estados Unidos.
La segunda característica es que en el TLC no se ha contemplado la posibilidad de que los dos socios más fuertes, Canadá y Estados Unidos, implementen políticas de desarrollo hacia su socio más pobre, México.
Para comprender de manera más clara lo anterior, espero que sea suficiente una simple comparación. En la construcción de la ahora tan discutida Unión Europea (UE), una cuestión fundamental fue la de cómo deberían responder los países más fuertes de Europa, en particular Alemania, Francia y el Reino Unido, ante los socios menos “desarrollados”, en específico Grecia, España y Portugal.
La respuesta fue la implementación de instituciones y mecanismos financieros mediante los cuales estos últimos recibieron apoyo por parte de los alemanes y franceses; los británicos, desde los primeros pasos de la UE, mantuvieron una política mixta y reservada: primero Gran Bretaña y sus intereses, segundo sus relaciones con las potencias continentales (Francia y Alemania), y hasta el tercer lugar, y eso con muchísimas reservas, el apoyo a los socios más débiles. Digamos que el “Brexit” es la culminación de esa política mixta y que transitó hacia el sendero de las derechas nacionalistas y aislacionistas.
El punto es el contraste en los objetivos de dos grandes pactos de la globalización, la UE y el TLC. En la UE un pilar de la construcción europea fue la implementación de políticas de desarrollo con las cuales se apoyó a los países menos favorecidos. En el TLC las relaciones se limitan a la liberalización en el flujo comercial de ciertos bienes y servicios, es decir, se reducen al llamado libre comercio, mientras que siempre ha estado ausente el eventual apoyo de los socios más fuertes para el más débil. El TLC ha sido la implementación de un pacto regido por el capitalismo salvaje, desregulado, desinteresado por el desarrollo equitativo de los tres “socios”. http://bit.ly/29RowOB
Y así se mantendrá, como un pacto atado a la dinámica del capitalismo salvaje mientras el gobierno mexicano asuma como natural esa visión favorable a ciertos sectores sociales, políticos y económicos de Estados Unidos y Canadá. Digo que es favorable para ciertos sectores, porque el TLC ha golpeado a cientos de miles de trabajadores del campo y la ciudad, estadunidenses y canadienses. De entre las filas de estas clases y sectores se han nutrido las impacientes y combativas huestes de Donald Trump por el flanco derecho, y las de Bernie Sanders por el ala izquierda.
La reciente “cumbre trilateral” del TLC, cuyos personajes fueron Peña Nieto, Obama y Trudeau, no se salió del marco de este bloque comercial inequitativo, limitado, pensado para el beneficio de ciertos sectores sociales, y que deja de lado al socio tercermundista, así como a los trabajadores de Estados Unidos y Canadá golpeados por la salida de empresas hacia las maquilas mexicanas, chinas y del sureste asiático.
Lejos de posicionar los temas centrales para México en cuanto país en vías de desarrollo, parece que el gobierno del señor Peña Nieto acudió como invitado de piedra a una de las ceremonias diplomáticas con las que el señor Obama está diciéndole “good bye” a su agitada y muy desigual presidencia. El tema central de la cumbre norteamericana fue el de la cooperación en materia de políticas ambientales, uno de los temas con los que los partidos y gobiernos liberales y de centro-izquierda del mundo tratan de responder y acallar la alharaca de las engalladas derechas patrioteras, xenófobas y dizque “anti-libre comercio” de Europa y Estados Unidos.
Desde el posicionamiento de dicho tema como el central y casi único, el gobierno de Obama una vez más impuso sus intereses en materia de política interna, en específico contener el ascenso de la derecha xenófoba y patriotera representada por Trump mediante un tema que goza de un fuerte consenso entre las izquierdas mundiales: el cuidado del ambiente y la respuesta al calentamiento global. Y al mismo tiempo, el colocar en el centro al tema del entorno planetario fue también un mensaje, un mensaje global muy claro para los ciudadanos del mundo quienes, por muchas razones, nos sentimos inquietos y preocupados por los avances de esas derechas agresivas, excluyentes, intolerantes, racistas y retrógradas.
En suma, la reciente reunión Peña–Trudeau–Obama ha sido una estupenda y acabada jugada diplomática maestra del mandatario estadunidense, quien así da un golpe certero a las derechas de su país, mientras tranquiliza y busca encontrar el apoyo de liberales e izquierdistas del mundo.
Por su parte, el señor Peña fue a la cumbre trilateral sin poner en la mesa ningún tema fundamental para los intereses y necesidades de los mexicanos, ocupando el patético lugar de figurín y comparsa pasiva en el escenario de la despedida diplomática de Obama, y además (cosa para nada desapercibida por Trudeau y el presidente de Estados Unidos) arrastrando un profundo desprestigio y una enorme impopularidad en México.
En esas condiciones, resulta extraño que algunas personas y comentaristas mexicanos se hayan tomado como una afrenta nacional los dislates y escenas más bien pintorescos en los que se enredó, una vez más, el señor Peña Nieto.
Nada de afrenta. Por el contrario, el mandatario mexicano cosechó los frutos de la nula capacidad de su gobierno para siquiera el intentar posicionar ya no digamos el tema migratorio o de la delincuencia organizada de ambos lados de la frontera, sino tan siquiera el tema de la muralla fronteriza que Trump pretende edificar, ¡con dinero pagado por los mexicanos!
Peña Nieto recogió los platos rotos de la irresponsabilidad de su administración que no supo, no quiso, no pudo adelantarse a lo que, por fuerza, con un poquito de imaginación se podía esperar teniendo en cuenta lo caliente y polarizada que está la escena política de Estados Unidos: el tema “Donald Trump” y sus aseveraciones y amenazas agresivas, estúpidas e inaceptables para México. ¡Por supuesto que en la rueda de prensa los periodistas iban a soltar preguntas relacionadas con el bravucón xenófobo, Trump, candidato formal a la presidencia de la primera potencia mundial y por añadidura, nuestra vecina!
En lugar de haber sumido una neta y tajante defensa del honor nacional y de la dignidad personal de los mexicanos, el señor Peña se puso a divagar con uno de esos discursos oblicuos, oscuros, con turbios tufos de advertencia para los opositores. Uno de esos discursos típicos de la subcultura autoritaria del PRI, el de no llamar a los disidentes por su nombre, y echando un rollo sin pies ni cabeza para decirle que el patriarca gobierno sabrá frenarlo y reprenderlo.
Por supuesto que a un consumado político de las grandes ligas mundiales como Obama impacientaron tales “rollos mareadores” sin sustancia y al fin y al cabo incomprensibles para quien no tiene el DNA priísta.
Teniendo ante sí la oportunidad de responder a la esperadísima pregunta sobre el señor Trump con argumentos claros y tajantes, acordes con la dignidad del país, historia y personas que representa, Peña Nieto acabó patinando en un discurso acartonado, sin sustancia, tibio e inoportuno. Porque para él y los intereses que representa -los de una minoría- lo importante no es ni Trump, ni el honor de México, ni los intereses de los mexicanos. Lo importante es seguir en el poder y destruir al adversario de esa pretensión, el innombrable (para Peña) “populista” López Obrador. Y si además lo hace con esos discursillos del puro e irritante estilo priísta, ¿cómo no iba Barack Obama a enmendarle la plana y a propinarle una lección de lo que es el poseer una investidura presidencial?
- Peña Nieto y Obama exhibieron no tanto distintas habilidades y preparación política. Más bien, cada uno es el producto de muy diferentes culturas políticas institucionalizadas.
Peña Nieto, en el curso del actual tercio final de su gobierno, es un político a quien los analistas anglosajones llaman un “lame duck”, es decir, un “pato debilitado y que cojea”. Ya no es el palmípedo de andar gracioso, parejo y seguro similar a la de un político que goza de respaldo popular y con la energía suficiente para seguir y dirigir y dirigirse en línea recta.
Por el contrario, el “lame duck” camina de lado, pierde la confianza del resto de la parvada a causa de la inseguridad de su andar, no sabe distinguir el camino apropiado. En otras palabras, ha perdido el liderazgo y lo siguen cada vez menos miembros del grupo. No sabe tenerse bien en dos patas y se espera que suelte algún picotazo originado por su poca tolerancia ante lo perdido y frente a las críticas que recibe.
En contraste con esa lamentable condición, Obama está terminando su período de ocho años en la Casa Blanca obteniendo altos índices de aceptación y popularidad. Tengamos en cuenta que, durante esos ocho años, Obama estuvo enfrentando la constante y a veces majadera oposición de las derechas estadunidenses. Es, quizá, el presidente más vigilado, cuestionado, criticado y sujeto a vejaciones en los últimos años, al menos desde la salida ignominiosa de Richard M. Nixon en 1974.
Todavía personajes como Donald Trump han seguido reproduciendo la puntada de que Obama no es ciudadano originario de Hawaii, es decir, que “este negro no es ni siquiera afroestadunidense”. Es la manera en que los racistas que mañosamente tratan de ocultarse como tales, verbalizan y responden a lo que les parece una tragedia, su tragedia personal, de clase social y de casta étnica: los Estados Unidos ya no son más la propiedad de los blancos anglosajones.
Así las cosas, para ser el primer presidente de ascendencia afroestadunidense, en el país donde aún campean resabios de un rabioso racismo, no es poca cosa que Barack Obama termine su mandato poseyendo una alta aceptación popular. Tan sólida es su posición como mandatario, como líder del Partido Demócrata y como personaje icónico de los liberales e izquierdistas en Estados Unidos, que Obama tuvo el peso político suficiente para mediar en la contienda tan intensa que se dio entre Hillary Clinton (finalmente, la candidata formal de los Demócratas para la Presidencia) y el combativo senador por el estado de Vermont, Bernie Sanders.
En pocas palabras, Obama ha sido un político que, además de poseer una brillante oratoria, también tiene la capacidad de saber sumar aliados, limar asperezas, facilitar las condiciones para abrir espacios de diálogo entre adversarios, y llegado el momento, poner en su lugar a sus opositores más escandalosos e irracionales no con la amenaza, no con advertencias de palo y de cárcel, sino con razonamientos y con jugadas políticas maestras, como lo fue la reunión trilateral de la semana pasada. Nadie más alejado que Obama de la lamentable condición de “lame duck” padecida por su colega mexicano, Enrique Peña Nieto. Agrego: que padece y que no acierta a remediar.
El inesperado debate en torno al “populismo” que se dio entre los dos presidentes es el reflejo no sólo de las prendas personales de cada uno; si se redujera a esto último, el episodio no pasaría de ser como un nimio espectáculo de entretenimiento y diversión del tipo “a ver quién es más listo que el otro”. El debate de marras es, también, el reflejo de las dos formas institucionales muy diferentes, en México y los Estados Unidos, en las que se procesa la competencia electoral. En este sentido, la definición exacta y académicamente correcta del “populismo” tiene un lugar secundario (sin que deje de tener pertinencia).
En Estados Unidos, las elecciones primarias como medio de formación de políticos y de políticas públicas.
Barack Obama, nacido en una periferia marginal de Estados Unidos, las islas Hawaii, y además hijo de madre y padre pertenecientes a minorías étnicas en ese país, tuvo que nadar a contracorriente de esas dos condiciones iniciales para abrirse filas en el denso y abigarrado escenario político estadunidense. Consideremos, una vez más, que se trata de un país con hondos y persistentes prejuicios de clase y de descendencia étnica.
Una vez que ingresó a la carrera política, debió pasar otro filtro quizá más complicado: las elecciones primarias, es decir, los procesos internos del Partido Demócrata para conseguir el ser nominado a un puesto de elección popular. Merece la pena el referirse, con algún detalle, a esos procesos internos.
En un ensayo anterior de esta serie, mencioné que los Estados Unidos son el país más diverso, fragmentado y variado de entre los que forman el núcleo del sistema mundial capitalista. Para lograr la aceptación de mayorías electorales, es indispensable, en primer lugar, contar con los millones de dólares y poder treparse a los medios de comunicación, pagar la infraestructura electoral (promotores del voto, toda la parafernalia publicitaria, representantes de casillas, etcétera) y sostener los costos de los desplazamientos. El axioma de la política estadunidense es simple y, si se quiere, terrible para los demócratas utópicos: sin dólares, no hay candidatura posible.
En segundo lugar, en ese escenario social, cultural, étnico, ideológico tan diverso, es también indispensable el formar mayorías mediante una persistente y minuciosa política de alianzas. Hay que hablar con los dirigentes religiosos, dirigentes de barrios, directores y maestros de escuela, con los líderes de opinión en cada barrio, en cada fábrica, en las oficinas.
En Estados Unidos ha quedado demostrado que esos liderazgos, desde el nivel del barrio hasta las grandes regiones, son quienes en realidad movilizan a los electores para acudir a las urnas y elegir a cierto candidato, por lo menos desde la época de Franklin D. Roosevelt (1932-1945). En otras palabras, por más que los partidos políticos estadunidenses se hayan configurado, desde hace más de1 50 años, como maquinarias electorales con sus pequeños y activísimos ejércitos de promotores del voto, la clave del éxito electoral reside en lograr alianzas con los liderazgos mencionados.
En tercer lugar, los políticos que aspiran a una carrera en las grandes ligas regionales y nacionales, además de la habilidad para tejer alianzas, deben desarrollar el difícil arte de la oratoria, considerando la enorme variedad y diversidad del electorado. Un sólo discurso “malo” (sin transmitir emoción, sin transmitir mensajes claros, sin la pequeña pero mágica dosis de empatía con los escuchas y sus diarios problemas) puede ser suficiente para terminar con una carrera política. Y una serie de buenos discursos, por el contrario, pueden abrir los umbrales para la Cámara de Representantes, el Senado, las gubernaturas, las Cortes federales y la Casa Blanca.
El hecho es que en las elecciones primarias de cada partido esas habilidades son puestas a prueba mediante la competición, durísima competición, entre seis o más precandidatos. Quienes se van rezagando en los comicios internos, pierden el apoyo de donantes de dinero (personas y organizaciones) y se ven obligados a bajarse de la carrera. La parte más dura, en la que son más frecuentes los ataques personales y las descalificaciones, es cuando quedan únicamente los dos finalistas.
La situación es que los políticos de peso nacional pasan por esa compleja y difícil malla o filtro que son las elecciones primarias, hasta llegar a la campaña electoral, en la que se enfrentan al rival del partido opuesto: típicamente, republicanos versus demócratas.
Para regresar a nuestro punto de partida. En el inesperado y espontáneo debate sobre el “populismo”, que sostuvo con Peña, Obama pudo lucir las prendas de su oratoria y de su claridad lógica no tanto porque él sea “más listo” (lo cual puede ser cierto), o académicamente mucho mejor preparado que Enrique Peña Nieto (lo cual es muy probable que sea verdad, pues Obama obtuvo el diploma “Magna cum laude” en la Escuela de Leyes de la Universidad de Harvard, y además fue profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Chicago).
El que Obama haya lucido en esa polémica sobre el populismo -en detrimento de su colega, y para el enojo de ciertos articulistas mexicanos- obedece, más bien, a que el actual presidente de Estados Unidos formó su carrera política en las elecciones primarias partidistas, una institución muy arraigada y consustancial a la democracia estadunidense. Ahí, en los fuegos, los yunques, la forja y los martillos despiadados de la metalurgia política que son las elecciones primarias, ahí Obama pulió y aprendió la manera de conducirse en las polémicas: el qué decir, el cómo decirlo, contra quién, para quién decirlo, y cuándo es el momento oportuno para expresarlo.
En México, ausencia de elecciones primarias. En su lugar, “dedazos” y acuerdos entre cúpulas partidistas y grupos de interés.
Uno de los más agudos contrastes entre las instituciones mexicanas y estadunidenses se encuentra en la total ausencia, en México, de las elecciones primarias partidistas en cuanto instituciones bien establecidas de la democracia republicana. Vale la pena recordarlo y tenerlo muy presente: en los Estados Unidos (y otros países como Chile, Francia, Italia, Brasil) las elecciones internas o primarias dentro de cada partido político hacen posible que sean las bases de las agrupaciones partidarias (y a veces el electorado abierto, sin filiación partidista) quienes deciden quién será su representante político, desde el pequeño condado rural, pasando por las cortes judiciales, hasta los candidatos a la Presidencia de la República. En la Argentina, por su parte, las elecciones primarias son legalmente obligatorias para todos los partidos
¿En México qué es lo que tenemos, en cambio?
En nuestro país, las instituciones bien establecidas para la designación de candidatos partidistas pertenecen al mundo de lo pintoresco, de una democracia incompleta, del reino de las palabras cuyo significado ha sido prostituido. Una de esas prácticas institucionales, la más persistente, es el llamado “dedazo”, es decir, la facultad que tiene cierto mandatario o líder político para imponer o ayudar a imponer al candidato de su preferencia.
Y a sabiendas de que ese método tiene de “democrático” lo que el Sol tiene de agua (es decir, absolutamente nada), los políticos y no pocos opinadores tienen los arrestos o la desvergüenza y falta de escrúpulos para decir que esos candidatos fueron designados “democráticamente”.
Así fue la designación de Enrique Peña Nieto primero a la gubernatura del estado de México, como delfín o ahijado político y familiar del turbio y nefasto Arturo Montiel, y luego, logró ser candidato a la Presidencia mexicana mediante los amarres de su grupo político, resabio del PRI autoritario, con las élites empresariales (notablemente la empresa Televisa), la tecnocracia neoliberal afincada en el poder dese Salinas y grupos de interés extranjero particularmente en el campo de la energía: electricidad, petróleo, gas natural y minas. Es decir, mediante acuerdos cerrados entre cúpulas, sin que mediara ningún remedo de participación popular.
Peña Nieto, en consecuencia, jamás ha necesitado el desarrollar algunas habilidades oratorias, de desarrollo lógico y argumentativo, como tampoco ha requerido, nunca, de la capacidad para el poder plantear ideas precisas, programas entendibles y comprensibles.
Lo suyo, y lo de los políticos convencionales mexicanos, es el amarre entre grupos de interés; el amarre tejido dentro del turbio y oscuro ambiente de la “grilla” cupular, de la maniobra tejida en las sombras y apartada de la mirada pública.
Y si además contó con el apoyo de un sector de los medios (la TV privada, en primer lugar) para tapar sus carencias con la máscara de “niño bonito con esposa estrellita de telenovela”, ¿cómo va este hombre, formado en esos turbios ambientes, a pretender armar un discurso coherente, teniendo frente y cara a cara a un político como Barack Obama?
Por eso, su galimatías lógico y su lamentable pobreza argumental cuando tuvo que responder a la esperadísima pregunta sobre el bravucón racista llamado Donald Trump. Peña Nieto, entonces y en ocasiones similares, ha aparecido como lo que es: el producto acabado de una subcultura institucional del “dedazo”, de la grilla entre cúpulas, de la simulación dizque “democrática”.
Por eso, en lugar de responder de manera tajante y directa contra lo que representa Donald Trump (el racismo anti-mexicano, la descarada y cruda xenofobia, la política del salvaje garrote imperialista), prefirió dirigir sus dardos contra el adversario de su grupo, el supuesto “populista” López Obrador. Es decir, primero los intereses de su grupo, y hasta después y si se acordaba, el interés y el honor de los Estados Unidos Mexicanos.
Tengamos en cuenta que Peña Nieto no es el único producto de la ausencia de instituciones democráticas como lo son las elecciones primarias. En México, todos los partidos políticos comparten ese rasgo antidemocrático.
En el otro partido de derechas, el Partido Acción Nacional, no hay elecciones, sino designaciones cupulares. En ciertos estados de la república, existe el mecanismo de la convención de delegados, quienes por mayoría designan a los candidatos del PAN a cierto puesto de elección popular. Sin embargo, ha de decirse que los delegados llegan a las convenciones con una “línea” o instrucciones para votar por éste o aquél precandidato. Otro caso, en suma, de simulación con el que se suplanta a la única manera clara de ejercer la democracia representativa: la elección secreta, libre y abierta en las urnas; en otras palabras, a la elección primaria.
Por lo que toca a las izquierdas partidistas, tenemos el mismo panorama. En el Partido de la Revolución Democrática hubo por lo menos cuatro intentos de elecciones internas para designar al dirigente nacional de este partido. Cuatro fracasos. Cuatro derrotas no del PRD, sino del proyecto que pretendió impulsar y que está aún inscrito en su lema, como triste recordatorio de lo que pudo ser y no fue: “Democracia ya. Patria para todos”.
Para la nominación de candidaturas, en el PRD campea el amarre entre sus cúpulas, triste método institucionalizado con el que se suplanta y se prostituye el significado de la democracia, causando un enorme daño al país, a los que ahora vivimos en él y a las generaciones siguientes. Para los dirigentes perredistas que se han beneficiado con ese método remedo de “democracia”, parece no importar los saldos de su insensatez e incoherencia. Un partido a la baja, de donde huyeron sus principales fundadores y dirigentes históricos.
En el caso del partido Movimiento de Regeneración Nacional, tampoco cantan mal las aves entonadas con la partitura de la simulación democrática. Abundan las bien documentadas quejas de la militancia sobre la imposición de candidatos y dirigentes locales, regionales y estatales. Imposición por el “dedazo” de López Obrador o por el acuerdo entre sus cúpulas internas.
En el más extraño caso de suplantación y simulación democrática, está el pintoresco “show” en el que las candidaturas a la Cámara de Diputados fueron nominadas mediante una tómbola. Pero a la dirigencia de Morena, desde su máximo líder, AMLO, hasta sus dirigentes formales, no les importó ofrecer una escenificación dizque “democrática” más bien similar a los concursos de la “catafixia” del animador televisivo “Chabelo”.
Tal es el temor, la inseguridad de las cúpulas partidistas en las izquierdas mexicanas cuando tienen ante sí la posibilidad de construir procesos democráticos claros como lo son las elecciones internas o elecciones primarias, es decir, la inseguridad casi patológica que sienten por la participación abierta de las bases partidistas.
En Morena, el pretexto para la “tómbola” fue el impedir que se formen “tribus” parecidas a las del PRD. Cabe decir que en toda democracia que se precie de serlo, ningún partido político es ajeno a que, en su interior, se formen corrientes de opinión; eso es tan normal en Chile, en Colombia, en Francia, vaya, hasta en los antiguos partidos comunistas tipo soviético existieron las corrientes y tendencias internas. El problema no son las llamadas “tribus”. El problema no lo son los militantes que se organizan en grupos internos (lo cual es un derecho básico en toda democracia funcional).
El problema está en construir una institucionalidad democrática para la expresión de esas corrientes internas, cuya piedra angular y cuyo recurso fundamental es el proceso de las elecciones primarias en donde las bases designan, mediante el voto libre, soberano y secreto, a quién quieren como su candidato.
Mientras no tengamos una institución como la elección primaria, seguiremos padeciendo la jerigonza de los políticos que tratan de armar discursos dizque “democráticos” en los cuales el significado recto, preciso y claro de las palabras es tergiversado con las mañas del rollo oblicuo, oscuro, turbio, de la atrasada subcultura del “a ver si entienden el mensaje cifrado”. Tanto el “dedazo” priísta como la “tómbola” morena; tanto la grilla tribal perredista y las convenciones “con línea” del PAN. Todos los anteriores son remedos y burdas suplantaciones de una democracia institucional y funcional. Una democracia de veras.
En suma, el abismo de habilidad y de efectividad política y diplomática que fue evidente en el espontáneo debate de Peña Nieto y Obama sobre el “populismo”, es un abismo que, en el fondo, se debe no a factores personales, sino a las dos muy diferentes culturas políticas institucionalizadas en México y en los Estados Unidos. Acá el “dedazo” y la imposición cupular. Al norte del río Bravo, las disputadas elecciones primarias.
Y mientras ha permanecido invisible este contraste clave en las relaciones bilaterales entre el país del águila y la serpiente, y el de las barras y las estrellas, en lo personal me ha parecido redundante la discusión centrada en si Obama o Peña tienen más o menos razón para dar una definición de aristotélica pulcritud sobre el “populismo”.
Una vez más, lo más patético ha sido los intentos de ciertos opinadores y articulistas para lavarle la cara a Peña Nieto. “EPN No está tan errado al definir el populismo”. “Según la definición de cierto politólogo, a quien citó, Peña no estaba tan descaminado”. “Peña tiene razón al referirse, aunque no tan claramente, a López Obrador como ejemplo de populista, de acuerdo a la definición de populismo dada por el escritor X”. “Es que, como es obvio, en Estados Unidos Trump es el populista y en México es AMLO. Así que más bien el equivocado no fue Peña, sino Obama”.
Y del otro lado, en la orilla de la izquierda lopez-obradorista, la insistencia en que Barack Obama humilló a su colega mexicano y le dio una lección de lo que es en realidad el “populismo”.
En fin. Ningún partido político mexicano tendría que echar a volar sus campanas si se toma en cuenta que la diferencia entre la claridad lógica de Obama y la oscuridad argumentativa de Peña no se debe tanto a diferencias en sus capacidades personales, sino a que ambos son el producto de dos culturas políticas institucionales muy diferentes.
Y esta diferencia, ha marcado y marcará el tono, contenido y forma de las relaciones entre México y los Estados Unidos.
Gracias por leer.