Por: Mauro Jarquín.
Las movilizaciones que integrantes de la CNTE, FECSM y organizaciones afines han llevado a cabo con el propósito de hacer frente a la llamada Reforma Educativa, así como la exigencia de justicia por la desaparición y asesinato de los normalistas de Ayotzinapa, junto al intento de realizar un boicot electoral, han reanimado viejos debates en torno a cómo proceder políticamente cuando persiste una situación de descomposición política dentro de las estructuras estatales, sus instituciones y las relaciones que enlazan a las mismas con la sociedad civil.
A propósito de esta polémica, el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, José Narro Robles, condenó el pasado 5 de junio aquellas acciones que, según él: “construyen el futuro del país a partir de la violencia; a partir de la presión, del intento de secuestrar, lastimar a las instituciones y a los procesos democráticos del país” (La jornada/5/jun/2015), refiriéndose claramente al movimiento magisterial. Este tipo de declaraciones han sido secundadas y respaldadas por posiciones políticas tanto liberales como conservadoras. Ambas han coincidido en que la normatividad de la vida democrática del país no puede ser transgredida, y que en ese sentido, toda reivindicación política en torno a derechos ciudadanos debe ser conducida con respeto y reconocimiento a las instituciones, bajo una lógica de legalidad.
Estas declaraciones parten de un supuesto, bajo el cual, existe un grupo específico que, dedicado a irrumpir en el orden político actual, termina por afectar la construcción democrática en nuestro país. Sin embargo, habría que preguntarnos, ¿a qué tipo de democracia se refieren?, y más profundo aún, ¿realmente podemos hablar de la existencia de un orden democrático? Es preciso realizar un cuestionamiento radical a la caracterización que se la ha dado a nuestro sistema político. La recalcitrante defensa de nuestra democracia parte de una misma matriz, pero se expresa de modos distintos. Por un lado, se presenta como la preservación de una rancia concepción de lo político, y por otro, como la fundamentación teórica de un proyecto político de clase fundamentado en la explotación. Para analizar nuestro tema, es necesario, entonces, realizar un análisis integral que contemple tanto la abstracción de la naturalidad de un régimen democrático liberal, como las circunstancias reales que se presentan en nuestro país.
La democracia –llamémosle, muy generalmente, liberal-, en tanto régimen político de organización, parte formalmente de dos preceptos centrales que marcan la pauta de su realización. Estos son la igualdad política de los individuos pertenecientes a la comunidad y las libertades individuales de los ciudadanos. Tendencialmente, ha ocurrido que en las democracias de este tipo, los elementos liberales adquieren una condición preponderante con respecto a los rasgos democráticos, generando así una estructura institucional favorable en mayor medida a los derechos y garantías individuales de los ciudadanos, y dejando de lado la importancia de la distribución equitativa de capital político dentro de la comunidad. La bandera del pluralismo democrático se presenta, de esta forma, como la máscara que encubre una serie de relaciones políticas asimétricas, en las cuales algunos grupos políticos o clases sociales se benefician de la supuesta neutralidad del Estado.
Por su parte, aquella forma de organización política nacional que muchos denominan como “democracia” tiene una organicidad y un ethos por decir lo mínimo, sui generis. La relación entre liberalismo y democracia se presenta de forma tan peculiar que desintegra toda sustancia del concepto, para convertirlo en un auténtico cascarón vacío y un útil elemento discursivo de legitimación de un orden social por demás autoritario.
El entramado institucional en la democracia mexicana está conformado de una manera en la cual los componentes liberales se ven favorecidos en el campo de lo económico, pero no en la esfera de lo político. Es decir, a partir de los años 80’s, se amplió sobremanera la posibilidad de actuar de los individuos –ciertos individuos- en el campo de la economía, desmantelando estructuras jurídicas que condicionaban las relaciones de intercambio y circulación, favoreciendo de esta manera a grupos de la iniciativa privada. Así, nuevas configuraciones en la relación obrero-patronal se cimentaron y fueron la punta de lanza de un proyecto clasista cuyo fin se encontraba en adquirir la máxima rentabilidad posible a las inversiones de capital.
Por su parte, el aspecto político del liberalismo, es decir, la limitación estatal para intervenir en la esfera de lo privado y con ello la garantía a las libertades ciudadanas, se mantuvo en una posición francamente limitada. La situación se agravó a raíz del incremento de los procesos de organización política popular y subjetivación contestataria, cuya aparición tuvo como respuesta la militarización de los espacios civiles y el incremento de la presencia policial en el espacio público, teniendo como discurso legitimador al terrorismo, en primera instancia, y posteriormente, al narcotráfico, lo cual tuvo como consecuencia una gran cantidad de violaciones a los derechos humanos que continúan hasta la fecha.
A esto es posible sumar la ausencia de un proyecto igualitario con respecto a los derechos y necesidades de los mexicanos. Las desventajas políticas que aún conservan grupos llamados minoritarios en nuestra sociedad, siguen siendo abismales. Integrantes de pueblos originarios, ciudadanos que forman parte de la comunidad LGBT, e incluso las mujeres en su generalidad, continúan como objeto de vejaciones institucionales que no permiten construir un ordenamiento jurídico medianamente democrático. Esto se expresa desde la ingeniería jurídica, hasta el discurso interno de las estructuras estatales. En suma, es consecuente afirmar la falta tanto de un Estado de Derecho en nuestro país, como de un ordenamiento institucional democrático, aún sin poner especial énfasis en el ejercicio del sufragio en virtud de la elección de gobernantes, en el cual el verdadero triunfador ha sido el clientelismo político desde hace mucho tiempo, con el beneplácito de las condiciones estructurales de pobreza generalizada y analfabetización.
A todo ello, la crítica que se ha realizado a la movilización magisterial en clave del respeto a las instituciones, se presenta como francamente vacía. Sencillamente porque no existe la normalidad democrática que se pretende sea preservada, ni en tanto proceso, ni en tanto régimen. Desafortunadamente, las exigencias populares más urgentes chocan de frente con la estructura misma del poder estatal, y por ende, a lo máximo que es posible aspirar como respuesta del régimen, son una serie de paliativos temporales, pero no una solución; eso sería prácticamente un autosabotaje para el poder político. Las exigencias de respeto a la vida (43 normalistas) y el respeto a los derechos laborales (CNTE), así como la urgencia por transformar los canales de representación política, se concentran en el punto nodal más importante del sistema político autoritario del México contemporáneo.
De esta forma, ¿qué respuesta puede esperarse del sistema político actual a las demandas de preservación de los derechos colectivos e individuales, las exigencias de respeto a la vida, a la libertad de expresión y a la posibilidad de disentir? La misma respuesta que se ha obtenido cuando las demandas particulares no aceptan supeditarse a un control ya sea corporativo, ya sea clientelar. Esto es, la represión violenta por parte de las estructuras coercitivas del Estado.
Es importante, por tanto, considerar la posibilidad de generar poder popular, a través de la articulación de distintos movimientos y tendencias. El Estado no cederá espacio de influencia a aquello que considere una amenaza, y el régimen político intentará establecer una condición hegemónica de poder a través de la fuerza, en caso de ser incapaz de cooptar los movimientos de protesta social. Debemos apuntar el hecho de que el circo institucional, y la faramalla electoral son la carta de presentación de un gobierno sustentado sobre la fuerza coercitiva, la represión y los distintos nexos con importantes grupos de poder en nuestro país que van desde las cámaras empresariales, a los cárteles del narcotráfico, todos ellos columnas que sustentan este putrefacto Estado oligárquico.
Bajo ese tenor, sería un avance pensar al movimiento magisterial y popular como la posibilidad de articulación de múltiples demandas, más allá de un proceso de reivindicación gremial. Para ello es preciso sustraer de nuestra racionalidad política la raigambre separatista, individualista y conservadora que ha caracterizado a una gran parte de la sociedad mexicana desde hace algún tiempo. Si las vías de exigencia institucional anulan lo político por su lógica de subsunción a la estructura de poder, la política popular y de reivindicación social puede brindarnos grandes herramientas para cambiar las estructuras de poder en nuestro país.
Es necesario estar consciente de que no existe una especie de pureza en los procesos de politización radical. La propia estructuración de la sociedad no permite que existan cambios importantes sin la posibilidad de romper con la cotidianidad, y eso ha sucedido en las grandes luchas que el día de hoy son veneradas incluso por nuestra historia patria. Sin embargo, es preferible luchar por un momento en pos de algo mejor en el futuro, que tratar de mantener la estabilidad que encubre el sometimiento, la explotación y el abuso. Es tiempo de ampliar el espectro de acción de la organización popular.
La lucha del magisterio organizado e independiente puede generar el punto de confluencia de múltiples luchas, el momento es ahora.