Por Jéssica Salas y David Fuente
Marx estudia la historia y se encuentra con que, si hay algo que toda sociedad debe hacer, si hay una primera premisa histórica, esta es la producción de los medios de subsistencia. Sea cual sea la sociedad y sea cual sea su consideración de “subsistencia”, una tribu recolectora, la sociedad medieval o la nuestra cumplen todos los días esta premisa. Esta es la base que sustenta las otras necesidades, que son permitidas precisamente porque estas están satisfechas.
Desde una perspectiva genérica, el materialismo histórico (que, brevemente, podríamos definirlo como la rama del marxismo encargada del estudio de la historia) explica que podemos ver -en el desarrollo de las sociedades- cómo las fuerzas productivas (que son por un lado los medios técnicos que utiliza una sociedad, sean del tipo que sea, y los individuos que las emplean), por sus características, (por cuantos son -10 hombres cazadores en una tribu o 500 obreros y un burgués en una industria- y por qué técnicas usan – arco y flecha o máquina de vapor) engendra un tipo de relaciones de producción que llevan en su funcionamiento concepciones políticas y filosóficas necesarias. Esta idea tan abstracta se traduce de este modo: el colectivismo de una tribu recolectora no puede concebir dejar morir de hambre a uno de sus miembros por el hecho de que, en un momento dado, no pueda colaborar en la recolecta de alimento. Por otro lado, el modelo productivo capitalista no puede permitirse dar dinero o una casa a quien no trabaja (salvo a través de la lucha obrera que impone medidas sociales opuestas a la lógica capitalista).
Con esta concepción de los fundamentos del comportamiento humano Marx da la vuelta a la filosofía alemana de su época, que estaba cabeza abajo. Es la filosofía, las ideas, las que parten de la vida; no son las ideas las que determinan la vida. Por eso el materialismo histórico es “materialista” (porque parte del estudio de la vida material) y se opone a procesos de cambio “idealistas” (que parten de las ideas). Idealistas como, por ejemplo, los Ilustrados, que concebían una transformación del mundo a través de la educación. Es decir, lo que articula el comportamiento humano no son los principios, “sino las relaciones necesarias e independientes de su voluntad” que los seres humanos contraen en el seno de la sociedad. Los principios emanan de ese modelo productivo.
La cita que resume por excelencia lo dicho es la siguiente: “El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia.”
Es muy corriente actualmente oír ese “cada cual es libre de hacer lo que quiera” ya sea referido a lo que pinta, a lo que come o a lo que se compra. Sin embargo, vemos que con la crisis en España aumentan, por ejemplo, la prostitución y los suicidios. El marxismo se propone analizar, absolutamente a fondo, cómo funciona esta supuesta libertad que va tan de la mano de los asuntos económicos y de las condiciones de vida.
Otra máxima del materialismo histórico es la siguiente: “el motor de la historia es la lucha de clases”. Para Marx, son los seres humanos los que transforman sus condiciones de vida, y no los sujetos importantes (Napoleón, Carlos V, Franco, Churchill o Lenin). Son las clases sociales con intereses contrapuestos las que, a través de su lucha, van configurando los cambios históricos. Y la importancia del proletariado para el marxismo reside en que es la vigente clase opuesta a la burguesía. La burguesía fue revolucionaria hasta hace 200 años, derribando un régimen aristocrático, coercitivo, y que frenaba el desarrollo humano. Pero actualmente ocupa una posición reaccionaria. Ahora es el proletariado la clase capaz de recoger todos los progresos técnicos del capitalismo y potenciarlos con razones humanas y medioambientales, frente a las limitaciones (y a veces excesos) que el dinero pone a la ciencia y a la tecnología. El proletariado es la primera clase de toda la historia cuyos intereses son los de la mayoría; la primera clase que lucha porque desaparezcan las clases.
Ahora nos trasladamos al asunto del arte, que nos interesa más. Para el materialismo histórico, por decirlo sin dar rodeos, no existe una Historia del Arte con mayúsculas. El arte no es, como se había dicho hasta entonces, ni una “categoría general del espíritu” ni “parte de la naturaleza eterna del hombre”. Ya hemos visto que la única naturaleza eterna del ser humano es la práctica, que, en sentido genérico, es común a todas las sociedades (no existe una sociedad sin práctica, sin trabajo, sin acción) pero esta práctica se desarrolla de las más diversas formas en diferentes tiempos y culturas.
El arte es una de esas prácticas que se origina en el seno de cada sociedad, lo cual impide una definición universal. Cada sociedad genera un modo particular de relaciones dentro de las cuales se configura el arte y a su vez, un modo concreto de relacionarse con el resto de aspectos sociales
Bourdieu, en su libro “Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario” nos aporta bastante claridad en este sentido. En él analiza cuáles son los mecanismos reales que configuran el arte y cuáles son las condiciones que permiten a los diferentes agentes (artistas, marchantes, galeristas, comisarios, críticos, historiadores, coleccionistas, directores de museos etc) alcanzar su posición (ser lo que son) y que actúen de determinada forma. Para Bourdieu el arte no es sólo el producto de los artistas, porque no se puede entender sólo desde ellos, sino que es el entramado de relaciones entre esos agentes, los cuales se disputan continuamente la re-definición del campo.
Se supone que el artista llega a serlo gracias a la calidad de sus obras, las cuales están relacionadas con su conocimiento en la materia (tanto técnico como teórico), con su sensibilidad y con su creatividad. Sin embargo, Bourdieu expone lo siguiente: “El mundo trascendente de las obras culturales no contiene en sí mismo el principio de su trascendencia; como tampoco contiene el principio de su devenir aún cuando contribuye a estructurar los pensamientos y los actos que originan su transformación”
Estos pensamientos y actos son llevados al terreno artístico por agentes que se encuentran siempre en lucha por definir unas reglas, las del arte, que no son fijas y están en continuo replanteamiento. El valor simbólico de una obra sólo existe si es conocida y reconocida, si es establecida como obra de arte por los agentes competentes (no por cualquiera, claro; no todo vale, como se suele decir, sino que todo puede valer según quién lo valida). En ocasiones, autores como Damien Hirts con gran éxito económico movilizan a multitud de agentes: galeristas, coleccionistas, críticos…. por la combinación de intereses entre ellos. En casos como estos, el gran éxito económico es una dificultad para la consagración del artista, una dificultad para presentar el arte como algo puro.
Esto enlaza con otra interesante idea de Borudieu: El campo artístico necesita negar su interés económico. Siempre el mercado y el arte deben presentarse como inconexos para que este último se presente como puro. Conserva pues, en su apariencia, una lógica pre-capitalista. Y nada más lejos de la realidad; incluso tienes muchas más facilidades para dedicarte al arte si posees capital económico; el cual facilita el capital cultural. Bourdieu ejemplifica esto en su libro con una cita de Gauitier:
“Flaubert ha sido más ingenioso que nosotros […] ha tenido la inteligencia de venir al mundo con algún tipo de patrimonio, cosa que resulta absolutamente imprescindible para cualquiera que pretenda hacer arte”
Pero los factores económicos no solo son un determinante inicial para los artistas y otros agentes del campo, sino que son parte constituyente. Así, Raymonde Moulin empieza su libro “Mercado del arte. Mundialización y nuevas tecnologías” con esta tesis que luego demuestra: “La construcción de los valores artísticos es el resultado de la articulación del campo artístico y el mercado.” Explica cómo, actualmente, las galerías líderes monopolizan a ciertos autores y estilos (compran toda su obra), para después realizar una estrategia de promoción destinada a fabricar demanda que pueda apreciar y consumir esas nuevas obras. Para ello combina las técnicas de promoción comercial con la difusión cultural. Así, el éxito de estas galerías se basará en su capacidad de hacer asimilable, y por tanto vendible, su oferta artística. Y tan estrecha es la relación que, el precio, una vez logrado en el mercado, facilita y acelera no sólo la circulación e internacionalización de esa obra o autor, sino del juicio estético en el que se apoya. He aquí, por tanto, todo un aparato teórico disponible para desmontar mitos como el del gusto o el talento.
Bourdieu, en “La distinción. Criterios y bases sociales del gusto” llega a analizar las relaciones que hay entre las clases sociales, los puestos de trabajo y los gustos estéticos. Resulta que, el espacio que ocupes en la sociedad en aspectos nada relacionados con el arte (el trabajo -principalmente el de tu padre- su nivel y campo de formación y el tuyo, su capacidad adquisitiva y la tuya), es el factor más determinante de tus gustos estéticos. Ese supuesto gusto universal, independiente de todo contexto y que tiene un total desinterés más allá de la obra en sí, resulta ser una perspectiva del arte socio-históricamente definida, bastante reciente (con menos de 200 años) y que está atada a razones sociales concretas. Esta idea de arte puro, de que la obra no se debe a nada, de que lleva en sí misma toda su significación, es fruto de la aparición de los grandes museos a finales del S.XVIII, los cuales, con la intención de agrupar las obras, guardarlas, conservarlas y protegerlas las extraen de sus contextos (y algunas, como los frisos del Partenón, todavía no han sido devueltos) generando con ello un nuevo tipo de acercamiento al arte. Esto, sumado al mercado como sustituto de los encargos estatales o eclesiales, hizo surgir un nuevo paradigma: el del arte por el arte. Y siempre que el campo artístico se reestructura, tal y como afirma Bourdieu, los gustos lo hacen con él.
Puede parecer que estamos simplificando en exceso las cosas. De hecho lo estamos haciendo para que sea posible explicar todo lo que queremos. Somos conscientes, sin embargo, de que existen muchas complejidades. Y estas pueden y deben ser analizadas.
Lo que está claro es que algo no encaja cuando Raymonde Moulin nos habla de coaliciones informales de marchantes que se ponen de acuerdo para promover una misma innovación artística, mientras que en la universidad y los museos se habla de colores, formas e ideas geniales. Algo no cuadra cuando el mundo del arte nos habla de creatividad mientras que Bourdieu analiza cómo Champfleury intenta buscarse un espacio artístico diferente al que le correspondía por su clase social, y fracasa por pretenderlo.
Pero sabemos también, gracias al materialismo histórico, que no puede esperarse una rigurosa ciencia del arte que eduque a la sociedad cuando la ilusión reside en las bases sociales, en las relaciones sociales existentes.
Llevemos lo expresado a sus últimas consecuencias. Al igual que a lo largo de la historia el arte ha sufrido grandes cambios de paradigma con las transformaciones sociales (pensemos, a grandes saltos, en el antiguo Egipto, Grecia, Edad media, Renacimiento, romanticismo y vanguardias) el arte actual no va a transformarse por sí mismo. El arte no se ha detenido, desde luego, lleva un siglo ofreciéndonos innovaciones, pero en base a las mismas premisas. Sin embargo, el cese de su comercialización (lo mismo que del saber o del sexo) y su compresión general, sólo puede surgir de un nuevo paradigma artístico engendrado a partir de la superación del actual modelo productivo capitalista.
Sabemos que muchos artistas pueden no interesarse por esto. Como demuestra Bourdieu, habrá quienes, por su nivel de renta, educación y estatus dentro del campo, se opondrán siempre a estas ideas; quienes viven en la ilusión y quienes pueden rechazarla.
La tesis es que, mientras el artista y otros agentes (como críticos o historiadores del arte) continúan planeando, individual y colectivamente, dentro del campo del arte, una revolución artística tanto de los resultados (en las obras) como en sus instituciones y en las relaciones entre los agentes; mientras se dedican a esta actividad, deben tener presente que cada huelga general les acerca más a conseguir esa transformación que todo su esfuerzo. Y aún así, este trabajo suyo (o nuestro) específico no es para nada inútil, puesto que cuando se abran las puertas del templo del arte, este será transformado tanto más rápida y certeramente cuanto más rigurosamente se haya planteado una fuerza contra-hegemónica específica dentro del campo. Esa fuerza contra-hegemónica apartará al viejo paradigma y permitirá que surja un nuevo arte en el seno de una nueva sociedad.
Este texto fue publicado en: Revista los Heraldo Negros, nº 12, abril de 2015.