Por Ernesto Aréchiga
Es de larga data, profundo y vergonzante, el conservadurismo mexicano. ¿En qué momento las manifestaciones dejaron de ser expresión de protesta y demostración de fuerza? ¿Cuándo se impuso esta regla de etiqueta y de lo “políticamente correcto” convertido en un deber ser de la manifestación? ¿De dónde salió este Manual de Carreño que inspira a tanta gente a enojarse porque las compañeras rompieron vidrios, pintaron monumentos, bañaron en diamantina rosa a un funcionario?
Las manifestaciones políticas son una demostración de fuerza y de hartazgo. Una necesidad imperiosa habida cuenta de que la democracia liberal no es suficiente para garantizar que la letra de la ley sea cumplida a cabalidad. Las marchas implican tomar la ciudad, así sea por el instante de un relámpago, donde la multitud es un solo cuerpo en lucha por sus derechos, en un acto para exigir al mal gobierno que actúe de la manera correcta, como lo mandata la ley pensada para el bien común.
Las manifestaciones son uno de los rostros de agotamiento de la vía legal. Porque hoy en día para una joven el salir a la calle para dar un paseo, ir a la escuela o al trabajo, significa ponerse en riesgo de muerte, en riesgo de ser sacrificada a los apetitos más animales de los hombres, a ser ultrajada, despojada de su dignidad, a sufrir tortura, a enfrentar una muerte vil y luego ser tirada cual basura inservible en un baldío o en un canal de aguas pestilentes.
México está en guerra desde hace años y los hombres jóvenes y las mujeres jóvenes son la carne de cañón de esa confrontación que solo en apariencia carece de fines. Pero son las mujeres quienes han estado levantando la voz. A ellas las afecta esa violencia ciega en lo más íntimo de sus cuerpos y de sus mentes. Existe una violencia dirigida especialmente hacia las mujeres, practicada por hombres ¡qué vergüenza para nosotros como género! y muy diferente a la violencia de la cual somos objeto los hombres por parte de otros hombres (y sólo esporádicamente por parte de mujeres). En los últimos días, además, se ha hecho evidente que los policías hombres que deberían garantizar la seguridad de ellas (de todas y todos en realidad) son también violadores y victimarios de mujeres.
No nos extrañe que algunas compañeras respondan con cierto grado de violencia a la violencia. Pintar un monumento jamás será un daño equiparable a una violación. Ahora las mujeres están protestando contra miles y miles de violaciones, los feminicidios y las desapariciones. Lo mínimo que podemos hacer es apoyarlas en su digna rabia, acompañarlas en su lucha como ellas nos indiquen que hay que hacerlo y repudiar cuantas veces sea necesario a esa voces del conservadurismo mexicano que se espantan tanto por una manifestación pacífica en la que hubo algunos actos que pudieran considerarse de violencia. Mejor exijamos al gobierno que cumpla con la ley. Máxime si se considera de izquierda, este gobierno debería poner un alto contundente a la violencia contra las mujeres y garantizar que no se repita.
Pienso hoy en Martha Karina Torres, en Campira Carmolinga, en Nancy Lara, jóvenes estudiantes de la UACM cuya vida fue arrebatada por la fuerza de manera atroz. Pienso en mi cuñada Raquel Torres, ultrajada de diversas maneras y luego asesinada con lujo de violencia. Muertes prematuras que no debieron ocurrir. Pienso igualmente en César Axel Ramírez, muy joven también, exnovio de Leslie, quien se había dado a la tarea de investigar la muerte de su compañera y esta semana fue ejecutado a balazos. La muerte atroz de ellas y de él, simbolizan la violencia feminicida prevaleciente en México. Que no nos indigne una manifestación violenta. Que nos indignen la ineptitud y la lentitud del gobierno para cambiar las cosas y para garantizar el derecho de las mujeres a una vida libre sin violencia.