1DMX: De la rebeldía a la autocomplacencia.

Por: Ernesto Funesto Mondragón

Es fin de año. Hace frío en la capital. Como cada que se avecina el invierno, el sol quema pero no calienta. Es de noche y no puedo dormir. Aquí estoy en mi hogar, como hace seis años, velando armas, como me enseñara el ingenioso hidalgo don Qvixote de la Mancha.

Este primero de diciembre recuerdo aquel día de  un tiempo que parece muy lejano, como de otra época, y no de hace apenas un sexenio: lo que quedaba de la organización conocida como #YoSoy132 convocó (y luego desconvocó) a un cerco al Palacio Legislativo de San Lázaro, para manifestarse (¿impedir?) la toma de protesta de Enrique Peña Nieto como titular del Poder Ejecutivo Federal.

1° de diciembre de 2012, Ciudad de México. | Fotografía: Eneas de Troya
1° de diciembre de 2012, Ciudad de México. | Fotografía: Eneas de Troya

Ante amenazas, fundadas e infundadas, de que la Acampada Revolución (punto de reunión de la convocatoria), estaba más que infiltrada por policía de investigación del entonces DF, de elemenotos del CISEN y de cuanta policía uno se imaginara, se empezó a desmovilizar a las personas, (a través de tuiter, feisbuc, y demás medios, claro está), convocando un nuevo punto de reunión a las afueras del metro Moctezuma.

Todo eran dimes y diretes virtuales. Que si la policía, que si los infiltrados, que si los anarquistas. Oh si, comenzaba el chivo expiatorio del sexenio: los malditos anarquistas.

En fin, que quien quizo se fue al Monumento a la Revolución y partió de ahí a las 4:30 am rumbo al glorioso recinto de San Lázaro. Otros, partieron a eso de las 8 am del metro Moctezuma al mismo destino. No había aclarado cuando comenzaron las escaramuzas. Muchos no lo entendieron. Siguen sin hacerlo. ¿Por qué ir a “confrontar” directamente al poder? ¿Por qué “agredir” a las fuerzas del orden, esas fuerzas que juraron protegernos?

Y comenzó el desmadre. Granadas de gas lacrimógeno y balas de goma de un lado, bombas molotov, petardos y piedras del otro. Caos. Confusión. Indignación. Un camión de la basura expropiado (y utilizado como ariete) por aquí; una brecha en la muralla de acero, por acá; un herido por allá; un asesinado por acullá.

Una hora, dos, tres. Casi 6 horas de refriegas ininterrumpidas y se realizó un repliegue táctico. “¡Vámonos al Zócalo!”, fue la voz que nos movilizó. Recorriendo el eje 1 norte con la sangre hirviendo y los ojos, la nariz y la garganta destrozadas por tanto gas. Atravesar Tepito, en ese momento, parecía un juego de niños.

La policía capitalina pisándonos los talones. Acosándonos. Y el barrio bravo, haciendo gala de bravura. Regalándonos botellas de agua para enjuagarnos el gas; aventando agua (de incierto origen) a las patrullas y policías de a pie. Sacando el fogón para evitar una detención arbitraria, soltando puñetazos a “los puercos” para que dejaran de “pasarse de verga”. Escenas que presencié de primera mano, que aún las tengo bien claras en la memoria.

Al llegar a Garibaldi y doblando por Eje Central el descontrol se hizo mayor. El acoso policíaco fue en aumento, ahora que no había cobijo barriero alguno. La retaguardia de nuestra movilización era un amasijo amorfo de piedras, gas, fuego, rabia, ira, gritos.

Al llegar a Bellas Artes la (in)tensa calma reventó. Cientos de granaderos, como no se habían visto en años, colmaban el Eje Central, la explanada de Bellas Artes, la Alameda, las calles circunvecinas. ¿Y la gente? Rodeándolos. A la expectativa. ¿Y los 132? Sepa dios (luego supe que andaban dando vueltas por Viaducto, para no mezclarse con la escoria punk). Pero ni hicieron falta.

Jóvenes de todas las edades, de todos los estratos, de todas las corrientes estuvieron ahí. No todos, claro está, pero sí los que debían estar. Tomando el escombro de la recién remodelada Alameda Ebrardiana como parque, metralla, barricadas, hicieron ver su suerte a la policía capitalina,  en ese momento al mando de quién sabe (la cadena de mando estaba trunca; aunque después se supo que Manuel Mondragón asumió el mando de todas las policías en el DF aquel día).

Recuerdo mucha gente queriendo romper los cercos policíacos para llegar al Zócalo (donde nos habían dicho que la policía federal y el estado mayor presidencial estaban reprimiendo a los que habían logrado llegar ahí), mucha gente usando lo que tuviera a la mano como proyectil para repeler la andanada policial.

Y la horda granadera, con mucho esfuerzo, ganando, metro a metro, territorio sobre Avenida Juárez. Pero los jóvenes no huían en desbandada. Aún recuerdo ver a cientos de jóvenes saquear tiendas y restaurantes de lujo, y utilizar su mobiliario como improvisada barricada. Cómo olvidar aquella memorable postal de un irreverente adolescente sentado en una silla expropiada al Wings, en plena Avenida Juárez, frente a medio regimiento de granaderos. Desafiante. Provocador. Digno.

A su paso, los jóvenes aplicaban una vieja estrategia militar: tierra quemada. Sólo que esta vez no era su tierra la que ardía y era destruida, sino los grandes hoteles trasnacionales, las tiendas, los bancos y restaurantes de lujo. Una de cal por todas las toneladas de arena que llevamos.

(Y pensar que a todos estos chavos, la utramoderada los llamaría después “anarquistas-provocadores-agentes-pagados-por-el-gobierno-para-desprestigiar-nuestro-bello-bien-portado-y-pacífico-movimiento”; “infiltrados”. Aún sigo esperando esas fotos de esos supuestos halcones con palos, cadenas y “guantes negros” en la mano derecha.)

Al llegar a la intersección con Reforma y Bucareli, los granaderos tuvieron la orden que esperaban: arrasen con todo lo que se mueva. Y fue ahí cuando empezaron a darse por montones las detenciones arbitrarias. Paseo de la Reforma, desde el Caballito hasta la Diana Cazadora, fue escenario de una razzia masiva. A la policía capitalina ya no le importaba quién lo hizo, sino quién se la pagara.

Eran las 3 de la tarde, más de 10 horas ininterrumpidas de batalla campal, y la represión seguía. El Centro Histório de la Ciudad de México ardía el día en que se “celebraba” la entrada de un nuevo gobierno.

¿Qué sentido tiene recordar todo esto, decirlo ahora, justo en los albores de la tan anunciada “Cuarta Transformación”? Mucho, creo yo.

En primer lugar, por conciencia histórica. Porque lo sucedido en estas calles hace un sexenio no debe ser olvidado así como así. No fueron “hechos vandálicos” aislados. Una violencia sin sentido. Fue el grito de un pueblo, o de un sector del pueblo, que desafió abiertamente al poder y dejar bien clarito, ante medios de comunicación de todo el orbe, con su voz y con sus actos: “Peña Nieto no es mi presidente”. Eventos así no se ven todos los días.

En segundo lugar, por respeto a las víctimas, no sólo de aquel día, sino de todo el sexenio. Por el compañero Francisco Kuy Kendall, asesinado por una granada que un policía federal le disparó a quemarropa apuntando a su cabeza. Por el compañero Teodulto Torres Soriano, El Tío, principal testigo presencial de aquel crimen y quien lleva  más de 5 años desaparecido. Por todas las represiones de las cuales Peña Nieto es responsable: el desalojo del Zócalo, el 13 de septiembre de 2013; la desaparición forzada de 43 estudiantes y el asesinato de 6 personas, en Iguala, Guerrero, el 26 y 27 de septiembre de 2014; la razzia de la Policía Federal contra los profesores y el asesinato del profesor jubilado Claudio Castillo, en Acapulco, Guerrero, el 24 de febrero de 2015; el operativo de contrainsurgencia, con paramilitares, golpeadores, Policía Federal y Ejército Mexicano contra la colonia Tepeyac, en la ciudad de Tlapa, Guerrero, el 7 de junio de 2015, que costó la vida de Antonio Vivar Díaz; por la balacera de la gendarmería, la federal y otras policías contra el pueblo de Nochixtlán, Hacienda Blanca y Vigueras, en la siempre heroica Oaxaca,  que dejó como saldo 11 personas asesinadas, el 19 de junio de 2016; por la represión en Ixmiquilpan, Hidalgo, el 5 de enero de 2017, en el marco de las protestas contra el gasolinazo, y que cobró la vida de Fredy Cruz García y Alan Gutiérrez González.

Yo recuerdo esta fecha porque nos demuestra lo que desde hace años se hace cada día más manifiesto: el estado es nuestro enemigo. Un enemigo histórico, un enemigo de clase. Con los enemigos no se transige, no se negocia ni se pacta con ellos. Al enemigo se le combate.

Y por estas razones y, por otros tantos crímenes de estado, Peña Nieto no merece irse indemne, limpio, tranquilo y en paz, al amparo de la impunidad que pública y reitiradamente le ha prometido AMLO.

¿Acaso EPN le puso precio a su impunidad? Tal pareciera que a cambio de no ser llevado ante la justicia, Peña Nieto cedió la “cancelación” de su gran negocio: la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México en Atenco, o sea, la “concertacesión” del siglo (Y digo “cancelación”, porque en realidad se trata de un traslado: cambiar el despojo en Atenco y realizarlo en Tecámac y Zumpango)

Hoy yo no tengo nada que celebrar. Lo que sucede hoy es que el estado mexicano, ese que desde hace ya muchas décadas nos viene masacrando, se fortalece. Eso no es una buena noticia. No veo esperanza ni transformación alguna. Lo que veo es gatopardismo, hipocresía, simulación. Yo no veo el advenimiento de crecimiento, bonanza y la dichosa “democracia participativa”. Yo avizoro tiempos de incertidumbre, de turbulencia y fundamentalmente de un aumento del autoritarismo.

Hoy, vuelvo a alzar mi voz y mi puño para gritar, desde esta tribuna, lo que muchos gritaremos hasta que caiga el estado: “AMLO (o el que sea) no es mi presidente”.
P. D. Mientras termino de escribir estas líneas, me entero del fallecimiento del señor Tomás Ramírez, padre de Julio César Ramírez Nava, estudiante normalista de Ayotzinapa, asesinado aquella noche aciaga de septiembre de 2014. Otra historia más de las injusticias de las cuales, el estado mexicano es el único responsable. Un motivo más para no olvidar el fuego rebelde que recorrió estas frías calles hace seis años. Un motivo más para seguir sobreviviendo, preparándonos, organizándonos. Porque esta lucha aún no ha terminado. Falta lo que falta.

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