La dignidad no anda chingando

Por Ernesto Funesto Mondragón

El 21 de febrero de 2017 será recordado como un día histórico en materia judicial, de derechos humanos y de la defensa de la identidad y derechos de los pueblos originarios. Nunca antes en la historia contemporánea (y quizá en toda la historia del país) la oficina legal del Estado Mexicano, la mismísima Procuraduría General de la República habíase visto obligada a pedir “disculpas públicas” por los daños causados por un proceso judicial en el que el Estado Mexicano había sido el querellante afectado.

Es cierto que en noviembre de 2011 el estado mexicano se vio obligado a pedir perdón públicamente, por orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, relativo a feminicidios ocurridos en 2001 en Ciudad Juárez. Asimismo, en abril del año pasado, el general Salvador Cienfuegos a nombre de todo el Ejército Mexicano ofreció “una sentida disculpa a toda la sociedad agravada”, por un vídeo que mostraba a elementos castrenses torturar a una mujer detenida en Ajuchitlán del Progreso, Guerrero.

No obstante estos antecedentes, el acto realizado en la sala Jaime Torres Bodet, del Museo de Antropología e Historia, goza de un protagonismo nunca antes visto, debido en parte a la crisis de credibilidad que atraviesa no sólo el gobierno en turno sino el Estado Mexicano en su totalidad.

Las perversidades de la procuración de justicia

Si no es la primera vez que con elementos jurídicos y en tribunales vinculantes se demuestran, no sólo las pifias sino las conductas delictivas de las instituciones mexicanas encargadas de la impartición de justicia, e incluso de todo el Estado Mexicano ¿por qué ha causado tanto revuelo este caso en particular? Probablemente se deba, en parte, al contexto político actual.

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Teresa González Cornelio, Jacinta Francisco Marcial y Alberta Alcántara Juan, presentadas como autoras intelectuales e instigadoras del secuestro de 6 elementos de la hoy extinta Agencia Federal de Investigación.

La crisis de legitimidad por la que atraviesa el gobierno federal en turno (el de Enrique Peña Nieto) y con sus matices, el de todos y cada uno de las 32 entidades federativas del país, es más de fondo que de forma. Diversas encuestas señalan que los mexicanos poco confían en las instituciones “democráticas” del país (poder ejecutivo, poder legislativo, poder judicial, policías; a nivel federal, estatal o municipal), lo que en otras palabras viene a significar que un segmento considerable de la población mexicana NO CONFÍA en el Estado Mexicano en su conjunto.

Buena parte de esa deslegitimación se la han ganado a pulso las instituciones gubernamentales. El botón de la muestra es este caso por sí mismo. Pero para que no quedara duda, el martes 21 de febrero también asistieron otros agraviados por el Estado Mexicano, como por ejemplo los padres de los 43 normalistas desaparecidos por el Estado Mexicano desde el 26 de septiembre de 2014; o como los familiares de otras tantas personas desaparecidas por elementos castrenses a lo largo y ancho del país. Y solamente estamos hablando de quienes pudieron asistir.

Porque también están ahí los agraviados de este sexenio: Tlatlaya, Tanhuato, Apatzingán, Tierra Blanca, Acapulco, Tlapa, Narvarte, Tetelcingo, Nochixtlán, Ixmiquilpan, Rosarito, Nogales. Y los agraviados de otras administraciones: Ayotzinapa (otra vez), Guardería ABC, San Fernando, San Juan Copala, Atenco, Oaxaca, Lázaro Cárdenas, Pasta de Conchos, Monterrey, los Loxicha, Acteal, Aguas Blancas, El Charco, la Guerra Sucia, el ‘71, el ‘68, los copreros de Acapulco, las represiones del ’58, el asesinato de Rubén Jaramillo…La lista de agravios del Estado Mexicano es prácticamente interminable.

Como bien apunta el doctor en derecho constitucional Elisur Arteaga Nava, en entrevista con el semanario Proceso: el orden constitucional es una farsa, “nuestra Constitución nos hace creer que vivimos en un Estado de derecho, pero sabemos que cuando queremos tener una particularidad diferente, se van a encargar de emparejarnos a base de meternos a la cárcel y, si no entendemos, a base de suprimirnos.”  En esta perversidad constitucionalista, las instituciones encargadas de la impartición y procuración de justicia son, paradójicamente, las que más atropellos y arbitrariedades cometen. La puntilla que ya a nadie horroriza, sino que se mira con naturalidad complaciente, es la impunidad y cotidianeidad con que suceden.

La paradoja del triunfo

Dadas las circunstancias. ¿Existe algo que festejar o de lo cual regodearse en este sainete de mea culpa?

¿No debería ser la correcta aplicación de las leyes, la procuración de justicia y la garantía al debido proceso, la norma y no la excepcionalidad? Un espectáculo montado para demostrar la parcialidad y podredumbre del Estado Mexicano en su conjunto debería tener consecuencias más profundas que una simple catarsis colectiva.

Un caso lleno de irregularidades se enturbia más cuando hasta la Suprema Corte de Justicia de la Nación tiene  que entrar al quite y dictaminar que nunca existió acreditación fehaciente de los delitos referidos, por lo que si los jueces de distrito y demás instancias de apelación continuaron sustentando la sentencia condenatoria, se demuestra que en el país los veredictos por consigna son cosa de todos los días, lo cual constituye un verdadero delito mayor: el de conspiración (además del secuestro de Estado), en el cuál estarían implicados no sólo los supuestos (y fingidos) 6 agentes federales “secuestrados”, sino también el ministerio público federal, los juzgados de distrito, los tribunales colegiados, la extinta Agencia Federal de Investigación y la PGR en su conjunto.

Y si los 6 policías antisecuestro que fueron “secuestrados” mintieron flagrantemente en sus declaraciones; y si el juez dio preferencia a pruebas testimoniales antes que a pruebas periciales (asunto que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes denunció y documentó puntualmente en el caso Ayotzinapa, lo cual evidencia que no se trata de una “irregularidad menor”, sino de una política de estado); y si organismos internacionales como Amnistía Internacional se pronunciaron en contra del proceso judicial; y si diversos periodistas (como Ricardo Rocha, quien en el mismo 2006 fue de los primeros comunicadores en difundir el caso) denunciaron las irregularidades mayores del proceso; y si todas estas arbitrariedades se fueron sumando ¿no constituyen elementos para abrir una investigación judicial?

Hasta el momento la PGR no ha declarado que dichos agentes federales mintieron, ni mucho menos, que jamás existió dicho “secuestro”. No. Hasta este momento, la PGR sigue obstinada con que sí sucedieron aquellos hechos delictivos, sólo que hubo “falta de solidez” en las pruebas aportadas en contra de las imputadas. Es decir, a 11 años y tras diversos fallos judiciales en contra, la máxima oficina encargada de la procuración de justicia en el país sigue obstinada en defender un ficticio secuestro en agravio de policías antisecuestro, y  sólo pidió disculpas públicas porque un organismo judicial así se lo impuso.

Es decir: que 3 procuradores generales sigan insistiendo en hacer pasar por verídica una “verdad histórica” que múltiples peritajes internacionales han invalidado hasta el cansancio no es un hecho extraordinario en el proceder de la PGR, sino la norma. O sea, como quien dice, si la realidad niega las versiones oficiales de la Procuraduría General de la República, peor para la realidad.

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Jacinta, Alberta y Teresa en las instalaciones del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, en la Ciudad de México. Fotografía: Centro Prodh

Una victoria pírrica

Según la tradición historiográfica, en la antigüedad clásica ocurrió una singular batalla acaecida en Heraclea en 229 a.C., donde se enfrentaron las tropas de Epiro, al mando de un consumado general Pirro, contra las legiones de una Roma en plena expansión. Según la tradición, Pirro y sus hombres salieron victoriosos pero a un sangriento costo, que a la postre sería resumido en este aforismo atribuido al rey Pirro: “otra victoria como esta y volveré solo a Epiro” (está de más señalar que pese al triunfo de Pirro y sus hombres, Roma terminó sojuzgando el sur de la península itálica y todo el mediterráneo). Tales sucesos dieron origen al término victoria pírrica para designar un triunfo que tiene más costes para el lado vencedor que para el perdedor.

Precisamente la disculpa pública de la PGR hacia Teresa González Cornelio, Alberta Alcántara Juan y Jacinta Francisco Marcial es una victoria pírrica. Peor aún, es un triunfo que jamás debió suceder, porque jamás debieron haber sido acusadas de secuestradoras y jamás debieron pisar la cárcel.

No se puede hablar de un triunfo cuando esos 6 elementos de la AFI (de los cuáles, incluso, se desconocen públicamente sus nombres) siguen libres; cuando Gerardo Cruz Bedolla, el entonces ministerio público federal que elaboró la averiguación previa por los cargos de secuestro y posesión de narcóticos sigue libre; cuando Rodolfo Pedraza Longi, juez cuarto de distrito en Querétaro, quien condenó a tres mujeres hñähñú a 21 años de prisión, sigue libre, dictando sentencias y cobrando puntualmente, al menos, 155 mil pesos mensuales; cuando Genaro García Luna, entonces director de la AFI, sigue libre; cuando Daniel Francisco Cabeza de Vaca, Eduardo Medina Mora, Arturo Chávez Chávez, Marisela Morales Ibáñez, Jesús Murillo Karam, Areli Gómez González y Raúl Cervantes Andrade, titulares de la PGR desde 2006, siguen libres. Libres e impunes.

Dijo Estela Hernández Francisco: “Hasta que la dignidad se haga costumbre”. Segundos antes, recordó las palabras de una compañera suya del magisterio: “Hoy nos chingamos al estado”.

Dos frases que están pasando a la historia y que han merecido cientos, quizá miles, de tuitazos, retuits y compartidos en todas las redes sociodigitales. Frases lacónicas que, aparentemente, no tienen refutación alguna. Lamentablemente, en México nada es lo que aparenta.

¿Es realmente sensato pensar que “nos chingamos al estado”? Esta frase remite, irremediablemente, a aquel aforismo de ocasión que surgió por 2011: “el estado fallido”. Si realmente nos hubiéramos chingado al Estado, éste no nos hubiera recetado la reforma al artículo 123 constitucional, que recientemente se aprobó en San Lázaro. Si el Estado estuviera ya chingado, los 43 habrían vuelto a casa; los Duarte, los merecedores de abundancia y demás estarían siendo juzgados por sus crímenes; Peña Nieto no estaría en Los Pinos y estaríamos defendiéndonos del fascismo Trumpiano en auténtica “unidad nacional”.

Pero no. El Estado Mexicano ni está fallido, ni mucho menos, chingado. Sigue chingándonos, eso sí. A todos y cada uno de los 60 o 70, o como quiera que vaya la cifra de mexicanos pobres. Y lo seguirá haciendo. Porque el Estado Mexicano ha defendido y sigue defendiendo con brutal eficacia a la clase que le dio poder: a los grandes empresarios desfalcadores del erario (como el presidenciable Carlos Slim o el demócrata y moreno dadivoso Alfonso Romo), a toda la partidocracia (desde el tricolor más clásico hasta las últimas tendencias de la moda morena), y a los caciques de siempre, sean estos charros sindicales, narcogobernantes o respetables militares.

Aunque suena muy poético eso de luchar “hasta que la dignidad se haga costumbre”, también suena un poco prefabricado (como aquella frase del filme Robin Hood, del director Ridley Scott: “rise and rise again, until lambs become lions”; “levántate una y otra vez, hasta que los corderos se conviertan en leones”), y sobre todo, contradictorio.

Hoy, múltiples organizaciones e individuas feministas reclaman como suya la lucha y el “triunfo” de Alberta, Jacinta y Teresa. No está aquí a discusión la legitimidad o no de su reivindicación. Lo que aquí se señala es la ambigüedad de sus criterios.

Es poco habitual que dos frases tan semióticamente contradictorias sean utilizadas en una misma oración, y encima sean ciegamente celebradas. Peor aún si quienes la celebran son las y los feministas, tan preocupados por las implicaciones sexistas del lenguaje.

Bien sabido es que el lenguaje español es machista. Y que el español y la cultura mexicana es en extremo machista. Tal vez no exista mejor palabra para definir al mexicano como hablante, como polisémico y como machista que el verbo “chingar”. Esta palabra nos define como nación desde 1521. Literalmente somos unos hijos de las chingadas, es decir, de las indígenas violadas por los españoles.

Si intrínsecamente esta palabra connota una violencia explícita, en un entorno de injusticia, contra la mujer ¿No es inmensamente contradictorio que mujeres luchando por la justicia se expresen en esos términos? ¿Y que las defensoras del lenguaje políticamente correcto se lo celebren?

Peor aún. Acto seguido se invoca a la dignidad. Ese adjetivo que refiere una cualidad contra la humillación y la degradación. ¿Acaso existe algo más degradante y humillante que una violación, que el ser chingado?

El chingar y el ser digno no van de la mano. Mucho menos cuando la realidad nos demuestra que los chingados y los indignos somos nosotros. Chingados por el Estado Mexicano e indignos por no defendernos.

Es muy loable, grandilocuente y épica la defensa que de sí mismas dieron Jacinta, Alberta y Teresa. Demostraron, con su vida, que fueron condenadas no por secuestro, sino por ser mujeres, pobres, indígenas y analfabetas. Desafiaron y derrotaron a 3 sexenios, a 7 procuradores generales, al racismo, al sexismo, al clasismo y otros tantos prejuicios. No se quedaron calladas. Alzaron su voz y, después de 11 años, fueron escuchadas por millones de mexicanos.

Pero su pírrica victoria no pone a los oprimidos de este país en mejores circunstancias frente a sus verdugos. Muchos siguen esperando que un poder externo a ellos venga y los vindique. Muchos echan las campanas al vuelo por triunfos ajenos. Confunden el mensaje. En vez de entender que el Estado Mexicano es un poder ajeno a ellos, que opera sistemáticamente contra ellos, prefieren creer que se trata de un logro sustancial en la (re)construcción de una vida democrática.

El caso de estas tres mujeres hñähñú ejemplifica la norma y no la excepción. La norma en la discrecionalidad e ignominia con que se aplican las leyes en este país. La norma también porque, incluso pidiendo “disculpas”, el Estado Mexicano sigue regodeándose de su impunidad y de este salvajismo en el que nos está sumergiendo.

No existe dignidad sin justicia. Si queremos que esta sea costumbre, necesariamente hay que combatir al Estado Mexicano. Ese Estado machista, déspota, criminal e impune. Combatirlo y derrotarlo. Sin revanchismos.

Porque la dignidad no necesita de venganzas. Porque la dignidad no anda chingando.

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