LOS VILLISTAS ASALTAN COLUMBUS

9 de marzo, hace 100 años.

Por: José Antonio Trujeque Díaz.

Los hechos inmediatos: una derrota villista

El 9 de marzo de 1916 el general Francisco Villa comandó un ataque armado sobre la pequeña localidad de Columbus, Nuevo México. El hecho parece una nimiedad cuando se le contempla sobre el vasto terreno de la historia; parece una anécdota sin mayor relieve histórico, reducida a una insignificante escaramuza en la cual una partida de entre 500 y 600 guerrilleros villistas atacó a un pueblucho gringo perdido en los desiertos de Chihuahua.

El contexto es el siguiente: después de la derrota que las fuerzas carrancistas, al mando de Álvaro Obregón, le infligieron a la División del Norte en los meses de abril a noviembre de 1915 –en el Bajío y en el norte de Sonora- el ejército villista entró en una fase de aguda dispersión, y sólo conservaba su núcleo duro regional en el sur de Chihuahua y norte de Durango. Para rematar, los Estados Unidos habían reconocido como gobierno legal al encabezado por Venustiano Carranza, y como consecuencia, impusieron una prohibición a la venta de armas, pertrechos y víveres para todas las facciones opuestas al carrancismo. Y el gobierno estadounidense dio un paso más: prestó ayuda directa a las fuerzas carrancistas mientras que estorbó lo más que pudo a sus contrarios, los villistas, durante los combates de Agua Prieta, Sonora (octubre – noviembre 1915), última operación militar de envergadura emprendida por la División del Norte.

Villa, a partir de entonces, sintió que había sido traicionado por los estadunidenses, sentimiento que creció al paso de las semanas posteriores a los combates de Agua Prieta, Sonora, pues las autoridades de los Estados Unidos llegaron a impedir que los villistas pudieran vender “al otro lado” ganado y otras mercancías con las cuales pertrecharse. Y ese bloqueo dio ocasión para que varios socios y quienes se habían dicho “amigos” de Villa no sólo abandonaran al Centauro del Norte, sino que, más aún, adoptaran actitudes propias de enemigos: entre ellos estaba un personaje oportunista que fue el directo causante del ataque villista a Columbus.

En efecto, el objetivo de la incursión fue localizar y apresar a Sam Ravel, un tipo que había sido comisionado por la otrora División del Norte para comprar armas, municiones y otros pertrechos de guerra en los Estados Unidos; pero cuando el ejército villista fue derrotado por las fuerzas carrancistas en las campañas militares de 1915, Ravel desertó, se quedó con el dinero para las compras, y se convirtió en informador de los “carranclanes”. Es decir que Ravel incurrió en el triple pecado capital que los revolucionarios mexicanos consideraban imperdonable y objeto, más que de justicia, de pura y simple venganza: traición político-militar, robo a sus antiguos camaradas, propagador de calumnias en contra de los jefes traicionados.

La orden precisa de Francisco Villa era atacar a la guarnición militar del pueblo, respetar a las mujeres, ancianos y niños, y sobre todo encontrar y tomar prisionero a Ravel, quien, además de vivir en Columbus, poseía en aquel lugar fronterizo un hotel y algunas tiendas.

Columbus después del ataque villista. Imagen de archivo

El asalto villista comenzó alrededor de las 4:30 de la mañana. Al principio el factor sorpresa favoreció a los villistas que concentraron su ataque sobre el campamento militar, el hotel de Ravel y las tiendas del centro del poblado, donde esperaban tomar un botín de dinero, municiones y alimentos.

Cerca de las 8 de la mañana, es decir, después de una refriega de tres horas y media, los jefes villistas presentes en el campo de batalla ordenaron la retirada al otro lado de la frontera, donde los aguardaban el general Villa y sus escoltas. Tras tomar el camino hacia el sur, el resto de la partida se unió al cuerpo principal de la guerrilla para después encaminarse a las montañas, barrancas y hondonadas de la Sierra Madre Occidental, en donde se ocultarían de sus persecutores de los dos lados de la frontera.

Tal es el recuento somero de los hechos. Un asalto a un pequeñísimo poblado de no más de 700 habitantes con objeto de capturar a un “gringo traidor”; una acción que no duró más de tres horas y media, y en las que intervino un grupúsculo de no más de 600 guerrilleros. El resultado inmediato de esta acción tipo comando fue una derrota villista.

Más allá de los eventos referidos, consideremos de cerca a este acontecimiento que dista de tener un significado histórico menor, pues pareciera ser de una talla reducidísima si sólo se presta atención a los hechos anteriores. Comencemos entonces con la ponderación de por qué la acción villista en Columbus fue una batalla perdida.

Pese a la destrucción, el ataque no logró sus objetivos. Imagen de archivo

Es una regla el juzgar la efectividad de una operación militar cuando se cumple por lo menos el objetivo táctico fundamental (en este caso, atrapar a Ravel) y las bajas son menores que las infligidas al enemigo.

El asalto a Columbus no fue, de ninguna manera, este caso. El traidor no se encontraba en el poblado; no se obtuvo sino un mínimo, por no decir ridículo botín; en el lado villista perdieron la vida entre 65 y 75 guerrilleros (más de una décima parte de las fuerzas comprometidas en el ataque), mientras que del lado estadunidense, la cifra es de entre 20 y 30 bajas, contando soldados y civiles muertos. Y por último, aun contando con el elemento de la sorpresa, esta ventaja se diluyó en cuestión de minutos, lo cual expresa una desorganización entre las filas de los atacantes, hecho inaudito si se consideran los anteriores grandes éxitos militares del villismo, los cuales fueron posibles gracias a una planeación logística y estratégica llevada con cuidado, y a una no menos cuidadosa implementación táctica sobre el terreno de las operaciones bélicas.

Así que bien puede juzgarse como una clara derrota a esta singular operación guerrillera comandada por El Centauro del Norte.

Se presenta entonces la primer pregunta: ¿por qué Villa decidió este ataque directo al territorio de los Estados Unidos empleando unas fuerzas militares desorganizadas, de tamaño ridículo, y únicamente con el objetivo de aprehender a un solo individuo, el traidor Sam Ravel?

Los motivos del villismo

Durante décadas esa pregunta ha dado lugar a muchísimas interpretaciones: Villa estaba cegado por la furia y, preso de tal estado de ánimo, decidió un ataque condenado al fracaso. Villa quiso cobrar venganza de lo que él consideraba una traición del gobierno estadounidense porque, además de haber reconocido como gobierno legal a la facción carrancista, había prestado apoyo a los ejércitos “carranclanes” en la decisiva campaña del norte de Sonora (otoño de 1915).

Villa había “tomado conciencia” de que el enemigo principal de México eran los Estados Unidos y por eso decidió darle una lección al gigante norteamericano. Villa fue siempre incapaz de abandonar su originaria mentalidad de bandolero común y silvestre, y por eso tuvo la osadía de ir a robar y a matar al otro lado de la frontera, sólo para hacerse de algún botín. Villa calculó que, atacando al territorio de los Estados Unidos, le crearía problemas insolubles al gobierno de facto de Carranza, con lo cual apresuraría la caída del “viejo barbón y tirano”.

Como se ve, cada respuesta implica un juicio histórico no sólo a Francisco Villa, sino también al complejo movimiento revolucionario social y armado que fue el Villismo, así escrito, con mayúscula, para diferenciarlo de la facción militar (el “villismo” con minúscula) jefaturada por Doroteo Arango.

Con toda razón puede hablarse de un movimiento Villista, así como del Zapatismo, pero no puede hablarse, en cambio, de un movimiento social “Carrancista” o “Constitucionalista”; a estos últimos sí cabe configurarlos como un frente político-militar en el cual se unificaron diversas facciones (los sonorenses con Obregón a la cabeza; los restos del maderismo; los grupos armados de Lucio Blanco y de Pablo González, y otros grupos aun más pequeños), pero no conformaron movimientos sociales de raigambre territorial y popular como sí fue el caso del Villismo y del Zapatismo.

Fue en este encuadramiento histórico como movimiento social, en el que Villa decidió el ataque a Columbus, al parecer una acción del todo irracional y fruto de sus incontinencias pasionales. Como se sabe, hay una historiografía que no deja de insistir en la (supuesta) ciega e irredenta impulsividad de Pancho Villa. Pero tampoco hay que dejarse llevar por el extremo interpretativo opuesto, según el cual el Centauro del Norte poseía las dotes de un visionario diplomático quien calculaba atraerse las simpatías alemanas para asestar un doble golpe diplomático a los Estados Unidos (a punto de entrar en la Primera Guerra Mundial en el bando contrario a los germanos) y, de paso, inducir una invasión estadunidense hacia México y poner en un brete al gobierno carrancista.

Permítaseme el hacer, en este punto, una breve reflexión. Los motivos que mueven a cierta persona para actuar no deberían ser reducidos a una causación lineal y mecánica, en donde un estímulo provoca una respuesta. Las motivaciones son algo muchísimo más complejo, pues están formadas en niveles, en estratos que son a la vez diferentes y semejantes.

Villistas en combate. Para ellos no era cuestión de “machismo”, sino de cómo vivir y cómo morir. Imagen de archivo.

Las motivaciones son como corrientes de agua que proceden de distintas fuentes, que recorren caminos a veces separados, a veces muy juntos. Y ante ciertas circunstancias, esas corrientes motivacionales confluyen para tomar un nuevo curso. No es extraño entonces que, cuando alguna persona trata de racionalizar los motivos de cierta decisión, las respuestas aludan a diferentes razones, a justificaciones de distinto orden y propósito. La realidad es que la toma de alguna decisión crítica en la vida ha movilizado a distintas corrientes o niveles motivacionales que, de esa manera, han confluido –no sin problemas- para responder a los retos planteados por cierto evento.

Los motivos de Francisco Villa para el ataque a Columbus habría que entenderlos en esa configuración de distintos niveles antes de achacarlos a su supuesta e irracional impulsividad, a su pretendida carencia de visión política, a sus solas ganas de tomar una doble venganza hacia Carranza y su gobierno, y hacia los “gringos traidores”.

De tomarse en serio estas interpretaciones, ¿cómo podría explicarse el que Villa pudiera planificar y llevar a cabo el sonado ataque militar a la plaza fuerte de Zacatecas, una operación militar sumamente complicada? ¿Es que un tipo impulsivo, vengativo, rencoroso e incapaz de mirar las consecuencias de sus decisiones pudo haber realizado ésa y otras acciones no menos difíciles?

El 19 de diciembre de 1915, desde el balcón de la plaza de armas de la ciudad de Chihuahua Villa dirige un mensaje político dirigido a los soldados y oficiales de la División del Norte, a la población de esa ciudad, y de paso a sus enemigos de la facción carrancista. El corazón de ese discurso es la orden de disolver a la División del Norte, y dejar entrever que la resistencia armada al carrancismo va a continuar en la modalidad de la guerrilla.

En otras palabras, mientras que para los carrancistas la Revolución ha terminado con el fin del gobierno espurio de Victoriano Huerta, y por eso las facciones villista y zapatista pueden ser consideradas como simples bandas de rebeldes y bandidos, para Francisco Villa, por el contrario, la Revolución aún no ha concluido. Las palabras con las que el Centauro del Norte expresa esta decisión poseen una poderosa resonancia histórica y por eso bien vale el citarlas:

«Quisiera de buena gana que este fuera el final de la lucha, que se acabaran los partidos políticos y que todos quedáramos hermanos, pero como por desgracia será imposible, me aguardo para cuando se convenzan ustedes de que es necesario continuar el esfuerzo y, entonces…, nos volveremos a juntar».[1]

Además de que estas palabras forman todo un visionario llamado a la acción para los movimientos sociales posteriores a la Revolución («…cuando se convenzan ustedes de que es necesario continuar el esfuerzo y, entonces…, nos volveremos a juntar»), Villa ha tomado la decisión de cerrar la fase político-militar de la gran División del Norte, ejército formal, casi profesional, formado por brigadas y cuerpos procedentes de varias regiones norteñas del país, para pasar a una fase de guerra de guerrillas, en la cual las partidas armadas no se caracterizan tanto por su potencia de fuego, sino más bien por su rapidez y movilidad táctica, y cuyo éxito depende de poseer una muy sólida, aunque pequeña, base social y territorial de apoyo: es el caso de la zona de Parral, en el sur de Chihuahua, y de la parte norte de La Laguna, Durango.

Dentro de este encuadramiento político, social, territorial y militar, la guerra de guerrillas villista puede lanzarse sobre objetivos muy circunscritos, digamos Columbus, y adoptando la forma táctica de incursiones siguiendo la directriz de “golpea rápido y emprende sin dilación la retirada”. Estando la población de Columbus muy lejos del núcleo duro territorial del villismo (Parral y parte de La Laguna), Villa sabía que, una vez terminada la operación para aprehender a Ravel y asestarle un golpe a los Estados Unidos, por delante tendría que emprender una operación de ocultamiento, de dispersarse en partidas aun más pequeñas, para volver a reagruparse semanas o meses después.

Es decir que Villa daba por hecho el que sería objeto de una cacería conjunta por parte del gobierno carrancista y del estadounidense. Una invasión militar de los Estados Unidos a territorio mexicano con el pretexto de apresarlo era casi segura; una invasión que podría desestabilizar de manera irremediable a Carranza, y de paso encender las chispas del nacionalismo mexicano de tono “anti-gringo”, lo cual le resultaría benéfico al entonces debilitado villismo. Estos son niveles de decisión, estratos de motivación que estuvieron acoplados con otros al parecer de menor calidad y visión política: el de ajustar cuentas por partida triple a los Estados Unidos, a Carranza y a Sam Ravel.

Así considerada, la incursión a Columbus adquiere otra dimensión: una pequeña partida de hombres que, con ese ataque, iba a poner en movimiento una bola de nieve diplomática que iría “in crescendo”, pues la invasión estadounidense no tardaría en confrontar de manera inevitable a Carranza y a los Estados Unidos; para Villa y los suyos, mientras aquéllos se despedazaban, se trataba de permanecer ocultos, ganar tiempo, acumular fuerzas, esperar el momento oportuno para asestar otro golpe de igual o mayor efectividad.

El ataque villista a Columbus tuvo varios niveles de motivación. Imagen de archivo

Nietzsche, el eterno retorno y la vida de Villa y los Villistas

La de Columbus no fue, pues, una operación irracional, caprichosa, que debiera ser valorada desde la ramplona óptica de un Villa “sediento de sangre y de venganza”. Si se consideran los distintos niveles de motivación implícitos en la decisión para el asalto a esa pequeña localidad nuevomexicana, uno puede rechazar esas interpretaciones simplificadoras y simplistas que atañen no sólo a la personalidad de Pancho Villa, sino al movimiento social, político y armado que jefaturó.

Villa desde luego era capaz de estructurar decisiones complejas, fundamentadas en una toma de decisiones de distinta calidad, naturaleza, propósito y objetivos. Nada más alejado que las visiones en las cuales se le reduce a un vaquero-bandido alzado en armas y preso de sus reacciones viscerales: la lectura clasista y discriminatoria sobre el Centauro del Norte y sobre sus seguidores, mujeres y hombres.

Unas palabras sobre estos últimos. ¿Qué los movió para seguir acompañando a Villa después de que la División del Norte fue disuelta en diciembre de 1915? ¿Por qué aceptaron seguir el ciclo revolucionario en la incertidumbre de la guerra de guerrillas? ¿Por qué asumieron la, al parecer, aventurada e irracional aventura de asaltar Columbus?

Como en el caso de Villa, para quienes lo siguieron se trató, también, de motivaciones de varios niveles, de varios componentes de compromiso, de ponderar los “pros” y los “contras”. El prejuicio según el cual los revolucionarios en general, y los villistas en particular, eran una banda informe, amorfa y manipulable de vaqueros y campesinos “bárbaros” e iletrados, ha sido un prejuicio profundamente arraigado durante décadas.

No sólo las interpretaciones de historiadores y políticos interesados en despojar de racionalidad política y ética a los revolucionarios “de abajo”, sino también decenas de películas, varias novelas, varias interpretaciones ilustradas han abonado este equívoco al que no faltan tonos clasistas (“los de abajo” son irracionales de por sí) y racistas (sólo los criollos ilustrados pueden articular movimientos de rumbos políticos claros y definidos).

Veamos, por ejemplo, dos de los niveles de motivación de los seguidores de Villa en el azaroso y arriesgado ataque a Columbus: la lealtad y la valentía. A miles de vaqueros y campesinos la Revolución les propuso un camino para que su vida personal y colectiva adquiriera sentido, un sentido del todo impensable en el marco de las instituciones sociales y el régimen político del Porfiriato. Por fin podían decidir sobre las maneras en las cuales vivir, en las cuales afrontar y, eventualmente, asumir la muerte. No se trataba de los cuentos sobre el “machismo bárbaro” de los revolucionarios, que tanto abundaron entonces y después, como otras más de las narrativas de incomprensión teñidas de clasismo y racismo.

Se trataba de que el ser revolucionarios les permitía asumir en un sentido profundo la decisión suprema: el cómo morir de manera digna a ellos, “los de abajo”. Y esa perspectiva de muerte cobraba sentido al vestirla con el ropaje de la valentía, del arrojo, de la lealtad hacia los compañeros y hacia el jefe. Por eso, abundan los relatos, anécdotas e historias sobre la aparente indiferencia a la muerte durante los asaltos armados contra el enemigo, al mismo tiempo que los revolucionarios compartían esos momentos de frenesí con sus compañeros de armas.

Si se considera su situación de excluidos, de oprimidos, de pertenecer a las clases desdeñadas por el régimen político porfirista y por la profunda subcultura de supremacía “criolla”, esos actos de asumir con valentía y con lealtad la posibilidad de la muerte, por sí mismos, eran actos revolucionarios en el profundo sentido de la palabra: transgresión del orden político y cultural de los dominadores, destrucción de una escala y matriz de valores existenciales, al mismo tiempo que los revolucionarios proponían una Otredad, una alternativa de vida: apropiarse de su vida al extremo de decidir qué muerte afrontar. Una muerte no en el anonimato, ni en la indignidad, sino asumida como extensión vital de la valentía y de la lealtad.

Por eso, adquiere sentido el hecho de que, tras haber disuelto a la División del Norte y haber propuesto el muy incierto y peligrosísimo horizonte de la vida guerrillera, en la cual las probabilidades de morir eran altísimas, decenas de miles de personas expresaron su deseo de seguir acompañando a Villa, situación que el Centauro rechazó porque no había condiciones para sostener a un ejército formal. Por eso, decenas de sus hombres decidieron seguir sus órdenes para el –en apariencia- mortal asalto a Columbus.

Todavía hoy, cien años después de ese hecho, causa una hondísima impresión y una no menos profunda conmoción emocional, el mirar las fotografías donde aparece el puñado de seis o siete villistas tomados prisioneros por los estadounidenses luego de los combates de Columbus. Todos ellos fueron condenados al patíbulo, pero jamás mostraron arrepentimiento, ni mucho menos pidieron perdón a “los gringos”, como tampoco renegaron de su pertenencia al Villismo.

Al contrario, es conmovedor el advertir que afrontan la cercana posibilidad de morir con serenidad, con dignidad, con valentía, pues éstas experiencias vitales las habían encontrado, junto con la lealtad a toda prueba, durante el corto pero intensísimo tiempo en el que participaron en la Revolución.

Una última reflexión: cuando Nietzsche habla del “eterno retorno” no se refiere tanto a una tesis cosmogónica en el sentido de que “todo lo que fue, será de nuevo”, sino más bien, propone que, si nos fuera dada la decisión de volver a vivir nuestra vida actual, asumiéndola con todos sus errores, dolores, fracasos, gozos, felicidades y aciertos, ¿en verdad querríamos volver a vivir ésta, y no otra vida? Nada de arrepentirnos, ni de sentirnos culpables, sino asumir con toda responsabilidad la decisión de volver a vivir la vida presente.

Tomando en cuenta lo que hubo en sus vidas antes y después del asalto a Columbus, uno puede pensar, con buena dosis de certidumbre, de que Francisco Villa y los Villistas hubieran contestado con un valiente Sí a esa difícil y profunda pregunta sobre el volver a vivir sus vidas de revolucionarios.

Más allá de que el centenario del asalto a Columbus quede petrificado o despojado de sus sustancia vital al rebajarlo a la mera situación de una atrevida invasión armada de mexicanos al territorio del sempiterno adversario imperialista –los Estados Unidos-, los 100 años de ese evento tan singular nos plantean la posibilidad de realizar una reapropiación de nuestra historia mediante la valoración de la dignidad, de la profunda y compleja humanidad de sus actores, pues se trata de hacer un ajuste de cuentas con las subculturas del clasismo y del racismo que antes y ahora, tratan de reducir a los actores populares a la condición de títeres inconscientes e irracionales, viscerales y que bien merecida tienen su condición de anonimia, de invisibilidad, de ser olvidados y atropellados.

Prisioneros villistas tras el ataque a Columbus. Imagen de archivo

[1] Rafael F. Muñoz es quien, acudiendo a su memoria, cita estas palabras del discurso de despedida de Villa, aquel 19 de diciembre de 1915. Muñoz fue uno de los intelectuales que se habían acercado a Villa y se habían ganado su confianza. Además, es el autor de una de las biografías del Centauro del Norte, y de varias estampas de este complicadísimo jefe revolucionario. Por desgracia, y a pesar de su cercanía con Villa, Muñoz no pudo ahondar su conocimiento y comprensión del “fenómeno Pancho Villa”, prefiriendo caracterizarlo con unas pocas y lapidarias expresiones de tonalidades maniqueas: Villa el compasivo es el mismo Villa cruel; Villa el amigo de los niños es el mismo que, en sus momentos de ira, mataba a tiros a quien se le pegaba la gana. Enrique Krauze recoge estas sobre simplificaciones para acuñarlas en una sentencia tan de su gusto personal, suprimiendo a la persona para ofrecer una caricatura de la misma: “Villa, entre el ángel y el fierro”.

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